Debussy, Fujikura y Beethoven: la DSO en la Philharmonie de Berlín

Debussy, Fujikura y Beethoven: la DSO en la Philharmonie de Berlín

Quizá con motivo del 100 aniversario de su muerte, Debussy abría el último concierto, el pasado 10 de enero, de la Deutsche Symphonie-Orchester (DSO) en la Philharmonie de Berlín. Una pieza relativamente inusual de escuchar: las ›Six épigraphes antiques‹, escritas originalmente para piano, en el arreglo para orquesta de Alan Fletcher. Su orquestación alumbra, casi una obra nueva. El sonido compacto del piano a nivel tímbrico se expande en la versión de Fletcher, al igual que en otras versiones como la de Rudolph Escher, explorando los recursos habituales de Debussy en la orquesta, a saber, el sonido de la sección de viento madera y, en especial, la flauta y el oboe, que mostraron una interpretación excelente. El colchón que formaba la cuerda fue correcto, quizá demasiado acomodado en su rol de acompañamiento. Se echó de menos la incidencia en la armonía cromática, especialmente presente en las dos últimas piezas. En “Pour remercie la pluie au matin” tuvo, además, un toque casi festivo que deslució la atmósfera más bien oscura y misteriosa en la versión original para piano. Una versión modesta, demasiado comedida a mi juicio, como si lo importante del concierto estuviera en otro sitio.

A continuación, llegó el turno del estreno de la versión con orquesta del Concierto para cello de Dai Fujikura, una pieza que se estrenaba para ensemble en 2016. El solista, Jan Vogler, se enfrentaba a una partitura donde el cello tiene un protagonismo absoluto: no para ni un segundo, interviniendo desde el principio de la pieza. Mientras que la versión para ensemble está llena de matices y colores, en la orquestación la obra se dividió en dos planos: la orquesta y el solista, sin un verdadero diálogo entre ellos. La masa orquestal se limitaba a responder al cello, con la misma intención que en los recitativos: como un apoyo, un relleno. El viento, que tiene un rol fundamental en la versión para ensemble, aquí era excesivamente sólido. Se debe, muy probablemente, a un escaso trabajo dinámico, que hizo de la pieza en un continuo forte que desmereció el potencial expresivo del cello. No obstante, a Vogler no se le notó relajado y algunos pasajes fueron pobremente interpretados. Faltó el intimismo de la versión de ensemble y no quedó clara, en ningún momento, ni la construcción ni la línea interpretativa de la pieza. Su coqueteo con el minimalismo (presente en otras obras como Prism Spectra), hace que esté pensada básicamente en planos, que donde se intercalan pasajes de notas tenuto con efectos (como el trino, trémolo o el sul tasto), el bariolaje y con rítmicas repetitivas, que cambiaban su acentuación para mostrar desequilibrio rítmico. Los breves diálogos con la música oriental quedaban difuminados y, a veces, introducidos de forma forzada, como un guiño que rinde tributo a la expectativa europea de que un compositor japonés cumpla con la cuota de exotismo.

El concierto terminó con la Séptima sinfonía de Beethoven, el típico método del sándwich, donde se mete una obra contemporánea entre dos de nombres del canon para no asustar a público comprometido solo con un concepto de música que va desde el siglo XVII al XIX. Manfred Honeck, por fin, sacó a relucir su maestría frente a la batuta con una versión que comenzó de forma rotundísima, con un trabajo muy detallado de la tensión y de la construcción de la obra. La aparición de fragmentos de los temas principales era tratada casi como si fuesen variaciones, convirtiendo así a la orquesta en un gran ensemble de cámara. El tratamiento del carácter pastoral del vivace no fue naif, sino llego de energía que condujo a un final que hizo contener a todo el público la respiración. Con tal acumulación de energía comenzó el famosísimo Allegretto. Aunque creció demasiado rápido, el carácter de música de cámara se mantuvo, permitiendo una interpretación de muy alto nivel de un movimiento que puede desinflarse rápidamente. En el tercer movimiento no fue posible mantener tan precisión interpretativa y se convirtió casi en un intermezzo para llegar al cuarto movimiento, tratado de forma excesivamente festiva. A muchos se les notaban las ganas de aplaudir como en el concierto de Año Nuevo. Quizá es una cuestión de gusto, pero ese exceso de alegría, solo presente de forma espectral en Beethoven, deslució en cierto modo el potentísimo arranque, aunque no dejó de ser una interpretación memorable. Aquí, además, por fin, se niveló el protagonismo de secciones, donde la cuerda mostró un altísimo nivel y precisión. Musicalmente, además, brillaron especialmente las violas, con un color compacto y muy redondo.

Beethoveniada con Kavakos y Pace (III): apoteósico final de una integral memorable

Beethoveniada con Kavakos y Pace (III): apoteósico final de una integral memorable

El pasado jueves 2 de noviembre pudimos disfrutar del último concierto de la integral de las sonatas de L.V. Beethoven por Leonidas Kavakos y Enrico Pace en el Palau de la Música Catalana. Después de escuchar las sonatas núm. 6, 3, 2, 7 en el primer concierto y 4, 5, 10 en el segundo, ya sólo nos quedaban por escuchar la primera, octava y novena sonata op. 12, 30 y 37 respectivamente. Independientemente de la razón que tuvieron los intérpretes para situar la primera y octava sonatas al final del ciclo, resulta evidente el motivo por el cual situaron la Kreutzer en el útimo lugar, ya que es la sonata más conocida junto con La Primavera (núm. 5) por su gran exigencia técnica, virtuosismo y larga duración.

A pesar de encontrarse un público un poco tenso y nervioso por la situación política actual en Cataluña, Kavakos y Pace supieron actuar elegantemente en el escenario, sin inmutarse por la atmósfera, y atacaron el Allegro de la primera sonata de forma impecable, enérgica y decidida. Igual que en sus otras actuaciones se pudo ver un gran entendimiento entre los dos músicos, que se demostraba en los ataques de las notas -claros y limpios- y en los cambios contrastantes y progresivos de los matices.

La interpretación de Leonidas Kavakos es esencialmente intelectual. Una vez que está en el escenario, la obra y ejecución le absorben completamente con una concentración absoluta, el público desaparece en la oscuridad en silencio y el intérprete da rienda suelta a un diálogo profundo y fraterno entre su instrumento y el piano. En esta conversación no hay ningún elemento que se ejecute al azar- sonido, matices, cambios, articulaciones…-a cada uno de ellos se le da una relevancia especial, y al mismo tiempo se enlazan cuidadosamente entre sí. A través de un meticuloso control de la cantidad, velocidad y peso del arco regula el sonido, prepara los cambios de posición pensando en el tipo de registro que casa en el momento y las articulaciones y matices son claros. El sonido nunca muere, se mantiene en movimiento incluso a través de los silencios.

Como ejemplo de su interpretación en el concierto, las cuerdas dobles (cuerdas que se tocan de forma simultánea) o acordes que pudimos escuchar sobre todo en las sonata núm. 1 y 9, comprendían un único sonido y  gozaban de una gran profundidad. Además, los pasajes rápidos, los tocaba con un arco muy concentrado en el centro, la zona del arco que rebota más y donde es más fácil separar las notas, con el fin de conseguir una buena articulación, en el mismo lugar donde también tocó el bariolaje [footnote] alternar entre varias cuerdas [/footnote] de la octava sonata, que por la velocidad sonaba casi como si fueran cuerdas dobles. Asimismo los trinos sonaban elegantes, cuidados y a una velocidad constante.

También fue interesante observar que Kavakos utilizaba las cuerdas al aire en numerosas ocasiones sin ningún rubor, siempre que fuera con el carácter y color del pasaje. Puntualizo esto porque en la escuela de violinistas romántica de donde parten Mistein, Elman y Heifeitz -violinistas que se consideran de referencia en Beethoven y de los que están influenciadas una gran multitud de grabaciones- es característico el uso de vibrato contínuo en todas las notas posibles y por lo tanto muchos violinistas evitan el uso de las cuerdas al aire, ya que no se pueden vibrar. Este manera de pensar -utilizar el vibrato como recurso permanente y automático-, sin embargo, puede acabar obstaculizando la verdadera función del vibrato como herramienta para enfatizar y dar color a los pasajes y notas que lo necesiten ya que no se produce un verdadero contraste en el tipo de sonido.

Acortumbrados a la típica entrada triunfal del adagio sostenuto de la sonata Kreutzer, Kavakos optó por arpegiar los acordes con un carácter dulce y sensible. De esta manera la introducción al presto se convirtió en un pequeño soliloquio íntimo y reflexivo, que contrastaba con la siguiente parte, de una racionalidad mecánica y furiosa. En medio de la tempestad del presto, al final del primer movimiento fue notable un pequeño momento de calma súbito en pianísimo que por su profundidad y delicadeza recordaba al carácter del adagio. Los pizzicatos, claros y diáfanos, eran gotas de sonido que se precipitaban en la sonoridad inquieta y envolvente del piano.

Kavakos nos demuestra que no es necesario agregar elementos fuera de la partitura – glissandos, vibrato continuo o algún truco para obtener alguna sonoridad o efecto concreto- o teatralizar la interpretación para conseguir un buen resultado, minucioso y de una gran calidad musical. Escuchando su interpretación, fácilmente nos podemos imaginar cómo el violinista tiene presente en todo momento el mapa mental de la obra y cómo la va desmenuzando y plasmando de manera escrupulosa en el escenario. Esperamos volver a tener la oportunidad de disfrutarlo nuevamente en un futuro próximo.

 


Palau de la Música Catalana, Barcelona. 2 de noviembre de 2017.

Leonidas Kavakos, violín
Enrico Pace, piano

Programa: Integral de las sonatas para violín y piano de Beethoven (III)

I
Sonata para violín y piano núm. 1, en Re mayor, op. 12/1
Allegro con brio
Andante con moto: tema con varizioni
Rondo: allegro

Sonata para violín y piano núm. 8, en Sol mayor, op. 30/3
Allegro assai
Tempo di minuetto
Allegro vivace

II
Sonata para violín y piano núm. 9, en La mayor, op. 47,“Kreutzer”
Adagio sostenuto
Andante con variazioni
Finale: presto

 

 

 

El Cuarteto Casals aborda la integral de Beethoven

El Cuarteto Casals aborda la integral de Beethoven

Al Cuarteto Casals le van los retos grandes y para celebrar su 20 aniversario han escogido uno mayúsculo: interpretar los 16 cuartetos de Beethoven en una sola temporada. El pasado agosto presentaron por primera vez la integral, y lo hicieron en la Schubertíada de Vilabertran, en una maratón de 5 conciertos en solo 8 días. Ahora la han presentado en l’Auditori de Barcelona en un formato de 6 conciertos (dos en octubre y cuatro en mayo) que repetirán a lo largo de la temporada en Londres, Berlín, Lisboa, Turín, Viena, Amsterdam, Madrid y Tokio.

Como parte de la celebración del 20 aniversario cada uno de los seis conciertos incluye una obra de estreno, encargada por el Cuarteto Casals. Esta espléndida iniciativa no solo promueve la creación de nueva música e incluye algo de variedad en un ciclo por lo demás monográfico. Al tratarse de obras compuestas especialmente para complementar los cuartetos de Beethoven es de esperar que queden bien integradas con ellos. Así sucedió por lo menos en el concierto del pasado 5 de octubre con el Cuarteto «Otzma»  [footnote] Otzma se puede traducir como fuerza o fortaleza.[/footnote] de Matan Porat, programado junto a los cuartetos 6, 15 y 16 de Beethoven. La obra de Porat transmitía la sensación típicamente beethoveniana de la música que avanza imparable en una dirección definida, como si cada nota fuera inevitable.

El Cuarteto Casals demostró un gran dominio del estilo clásico, con una interpretación precisa, emocionante y, sobretodo, idiomática. Su versión de los cuartetos de Beethoven es sin duda de referencia y promete ser una de las sensaciones de la temporada. Quedan cuatro conciertos para vivirlo en directo, no se los pierdan.

Mención a parte merecen las notas de programa a cargo de Jonathan Brown, viola de los Casals. Nos hemos quejado muchas veces de la pobre calidad de los textos de los programas de l’Auditori. En esta ocasión es un lujo y un placer leer los penetrantes comentarios de Brown sobre de los cuartetos de Beethoven, mezclados con sus reflexiones -avaladas por 20 años de experiencia- sobre la esencia del cuarteto de cuerda como grupo de músicos.

 

El ensemble y coro Balthasar Neumann llenan de luz el FIS

El ensemble y coro Balthasar Neumann llenan de luz el FIS

Es el segundo año consecutivo que el ensemble y coro Balthasar Neumann visitan el FIS. En esta ocasión, el pasado 18 de agosto pudimos escuchar, en la primera parte, el Stabat Mater y la Inacabada de Schubert; y, en la segunda, la (gran) Misa en Do Mayor de Beethoven.

Un emocionante minuto de silencio por las víctimas del atentado en Barcelona preparó el ambiente del concierto, que comenzó rotundamente con el Stabat Mater. Esta pieza, que se aleja de la teatralidad de otros Stabat Mater, como el de Pergolesi, es un trabajo de la oscuridad a la luz, algo en lo que incidió la dirección de Thomas Hengelbrock. Sin embargo, tal luminosidad era fragil: conectó el Stabat Mater con el comienzo de la Inacabada, con esa melodía en los contrabajos que cambió la forma de concebir la construcción de las sinfonías (compositores como Mahler siguen esa estela en su Primera Sinfonía, en la cual se abre el tercer movimiento con el “Frere Jacques” en menor en los contrabajos), con lo cual el acorde final del Stabat Mater, que parece una pregunta abierta, dejó la luz que lo había guiado hasta entonces por la oscuridad, creando así una sensación circular.

El primer movimiento se concentró, en la primera parte, en el trabajo de los planos sonoros, remarcando la aparición del tema en las diferentes voces. La repetición de la misma fue muy orgánica gracias a que la melodía inicial operó en la construcción de Hengelbrock como una especie de ritornello. En el plano dinámico, fue radical, potenciando así la tensión entre pianos y fortes, aunque eso incidió en que las grandes pausas generales no operasen como irrupción, sino como detención del discurrir del movimiento. El segundo movimiento estuvo marcado por la claridad de los pasajes rápidos y en control del volumen en los fortísimos y crescendo, que permitieron un dominio absoluto de la tensión. Destacaron en ambos movimientos los deliciosos solos de la flauta y el clarinete, aunque la afinación de la flauta se vio resentida por el aire acondicionado de la sala.

La Misa de Beethoven estuvo marcada por la intervención de tres cuartetos de solistas en el coro: el primero intervino del Kyrie al Credo, el segundo del Et incarnatus ets al Sanctus y el último del Benedictus al Dona nobis pacem. Cada grupo de solistas destacó, especialmente, por un aspecto. El primero, por el excelente empaste y el cuidado de las voces. De entre los solitas, la soprano Agnes Kovacs fue una de las sorpresas de la noche. El segundo, llamó la atención por el énfasis en la teatralidad de algunos movimientos, como el Et incarnatus est. Por último, el tercero, por el cuidado en la expresividad en los últimos movimientos, en los que Beethoven derrocha optimismo -estado que caracteriza solo algunas de sus obras-. Echamos en falta más potencia en la última contraltoAlmira Elmadfa, pues había que hacer grandes esfuerzos por escucharla con claridad. En la orquesta, de nuevo, destacaron muy significativamente las maderas, aunque en general el nivel interpretativo de la orquesta y el coro fue excelente. El concierto se cerró con la propia Denn er hat Seinen Engeln befohlen, del oratorio Elías, de Mendelssohn, una pieza relativamente poco programada y que puso el broche final a una velada de altísimo nivel musical.

No quiero privarme de terminar estas líneas con la solicitud de un mayor esmero en la redacción de las notas al programa, que estaban llenas de frases vacías como la que reza que el Stabat Mater, es una “joya musical que a pesar de su corta duración convence con belleza musical y sentimientos profundos” o inexactitudes como que “hoy, la Inacabada, con su maravillosa melodía [como si solo tuviera una] y su audacia armónica [algo que no se entiende muy bien qué es] es una de las obras más importantes del repertorio sinfónico”.

La música como quiebra de la ironía

La música como quiebra de la ironía

El gran arte moderno es siempre irónico, al igual que el antiguo era religioso. Del mismo modo que el sentido de lo sagrado enraizaba las imágenes al margen del mundo de la realidad, dándoles fondos y antecedentes preñados de significado, la ironía descubre bajo las imágenes y en su interior un vasto campo de juego intelectual, una vibrante atmósfera de hábitos fantásticos y raciocinantes que convierte a las cosas representadas en otros tantos símbolos de una más significativa realidad.

                                                                                                                                            (Cesare Pavese. El oficio de vivir)

A pesar de la teórica vuelta de la New Sincerity, en la actualidad —época del frameo, el meme y Yung Beef en el Sónar— somos, a la manera de Kierkegaard, sujetos irónicos. Entendida como distancia y gesto autoconsciente, la ironía es hoy la clave para interpretar muchas actitudes y la lingua franca de lugares como Twitter, Reddit o 4chan. Pero no basta con tuitear u opinar irónicamente, sino que hay quien viste irónicamente, come irónicamente y, por supuesto, hace o escucha música también de manera irónica. Aunque en la producción de música académica hay una serie de tipos formales asociados a la ironía —registros muy agudos, alteraciones radicales de la textura, elipsis o yuxtaposiciones modales— algunos de los cuales desglosa Benet Casablancas en El humor en la música. Broma, parodia e ironía (2014), es en los ámbitos tradicional y popular donde lo irónico, desde las letrillas satíricas con música del siglo XVII a Die Antwoord o Las Bistecs, es en muchas ocasiones un motivo central.

Más profunda y de límites más ambiguos es la recepción irónica de la música, muy variada y que comprende vertientes como la práctica institucionalizada de bailar música considerada kitsch en bodas, verbenas y otras celebraciones, diversos fenómenos de Youtube (La Tigresa del Oriente, Delfín o Wendy Sulca) y la recuperación de viejas glorias en festivales teóricamente alternativos, algo que quizá se inició con la participación de Kiko Veneno en el FIB de 2007 y que, desde entonces, es relativamente habitual (Raphael y el Dúo Dinámico en los Sonoramas de 2014 y 2016 o Los Chichos en el Primavera Sound de 2016). Evidentemente, la línea entre lo irónico y lo «serio» es ciertamente difusa y algunos de estos fenómenos (Camela en el Sonorama de este año o Lionel Ritchie en el Glastonbury pasado) pueden leerse como parte del discurso de recuperación de lo otro popular defendido por críticos como Víctor Lenore.

Wendy Sulca, de broma de Internet a MTV.

Pero es posible que la condición estética de la música, por varios motivos que trataré de explicar, tenga tendencia a disminuir o romper cualquier tipo de distancia irónica impuesta por el receptor, indistintamente de si su producción tiene o no una intención irónica. Cuando Heidegger señala en El origen de la obra de arte que, a diferencia de un cuadro colgado en una pared, los cuartetos de Beethoven yacen en los sótanos de las editoriales como las patatas en las bodegas, apunta una diferencia fundamental en el régimen estético de la música respecto a otras artes. La música, más que existir como objeto (una partitura, un disco, un archivo informático), sucede. Su ser-obra se realiza con su interpretación, o cuanto menos con su re-producción, algo que la diferencia de un cuadro, una escultura o una instalación y la acerca a regímenes representativos como el teatro o un recital de poesía.

Pero antes de hablar de esta acentuación de la temporalidad del ser —en términos heideggerianos— propia de la música, hemos de entender una característica común a la experiencia estética que Schiller condensó en el término Spiel (juego) y que más tarde sería sistematizado en el análisis de Kant y recuperado en la estética de Gadamer. Lo que define la esencia del juego es que no tiene otro fin que él mismo y que somete al sujeto a sus propias reglas, ajenas a las del existir cotidiano y que, por tanto, suponen la suspensión temporal de este y la imposición de una esfera de experiencia distinta. Como hizo notar Gadamer en Verdad y método, la experiencia estética comparte esta forma de ser del juego. Pero además, tienen otra cosa en común. Tanto en el juego como en la experiencia estética no hay una contraposición clara entre sujeto y objeto. Cuando jugamos formamos parte del juego, este es jugado por nosotros pero nosotros a su vez somos jugados por el juego. Lo estético es, en esto, idéntico al juego, solo existe como experiencia cuando es jugada, cuando el espectador, oyente, receptor, se abstrae de la cotidianidad, deja de considerar lo percibido un simple objeto y se abre a ser transformado por ello. Esto, en el caso de la música, puede implicar desde la escucha activa de Verklärte Nacht (Noche transfigurada) de Schoenberg a bailar un tema de minimal techno o cantar una nana. Aunque, por supuesto, cualquiera de estas prácticas puede realizarse desde la distancia, la música reclama el juego (la participación, el dejarse-llevar-con o sentirse parte) de lo que se escucha, baila o canta. Frente a esto, entendemos la ironía frente a la música como la oposición o negación parcial a que el receptor pueda dejar de ser sujeto-espectador para ser parte-participante en el juego. Por supuesto, de igual manera que uno puede ver un partido de rugby sin necesidad de jugarlo, también es posible establecer frente a la música la misma distancia en forma de ironía o análisis frío, aunque, como veremos, es mucho más difícil conservar este espacio como cesura. En absoluto se trata de entender la música como algo universal y todopoderoso a la manera de cierta estética romántica, sino más bien todo lo contrario. La música es tanto una práctica cultural como una experiencia subjetiva y la mejor forma de interpretar cómo nos afecta de forma diferente tiene más que ver con la semiótica cognitiva o el discurso fenomenológico de Merleau-Ponty que con la estética de Schopenhauer.

No es casual que en los Juegos Olímpicos de Londres de 2012 dos de los iconos británicos que participaron en las ceremonias de apertura y clausura fueran, respectivamente, James Bond (interpretado por Daniel Craig) y las Spice Girls, que llegaron en cabs con luces de colores y finalizaron su actuación en unos podiums instalados sobre ellos. Dado que es un grupo en decadencia —sus mayores éxitos fueron entre 1996 y 1998 con el repunte de su gira en 2007-2008— y seguido sobre todo por adolescentes bailar un tema suyo puede suponer una especie de guilty pleasure que se disimula a través de una falsa ironía quebradiza. Algo parecido sucede con ciertos hombres heterosexuales que bailan Y.M.C.A. o I will survive —himnos gays clásicos—  con la ironía impostada que sirve, sobre todo, para exculparlos (¿?) simbólicamente por hacerlo. En la misma línea puede verse, por ejemplo, la aparición de los Backstreet Boys en la última escena de This is the End que además sucede en Cielo, en el cual por supuesto rigen unas reglas diferentes a las terrenales. ¿Y qué sucede con la música que se ha hecho expresamente con una intención irónica? Excluyendo la música que se ha concebido como burla o antimúsica —de Vexations de Satie a algún disco del sello Warp— el efecto sobre la ironía, ya sea la canción del verano o un éxito eurovisivo, es esencialmente el mismo. Tomemos, por ejemplo, cierto trap y rap, conocido a veces —despectivamente— como meme rap, cuyos exponentes más conocidos son Lil B, Yung Lean o Tyler, The Creator y que tiene sus réplicas aquí en Bejo, Cecilio G o Pimp Flaco. Aunque pueden señalarse como precedentes los Beastie Boys o Goldie Lookin Chain, estos planteamientos solo han podido crecer al calor de la ironía de Internet y discursos como el vaporwave, que son siempre susceptibles de ser des-ironizados por el oyente. La ironía sería en este caso, a la manera del Schlegel de Fragmentos críticos, una dialéctica contradictoria entre creación y destrucción que hace a los autores plantearse su propia posición y papel sobre lo que crean y que sitúa al espectador, obligado a reconstruir este planteamiento, en una posición parecida que muchas veces se salva tomándose en serio la obra.

https://www.youtube.com/watch?v=PArTdhNda7k

Las Spice Girls, guilty pleasure de la edad adulta.

El asedio estético que la música realiza sobre la ironía del receptor y que tiende a forzar en última instancia su participación en el juego gadameriano es posible, en parte, por aquello que distingue la música de otras formas artísticas y a lo que antes nos hemos referido como la acentuación de su ser, puesto que la música sucede, es puesta es marcha. Esta dimensión temporal, su ritmo, está asociada directamente al cuerpo en forma obviamente de baile y movimiento (la producción motora derivada de la música) pero también, como señala Rubén López-Cano (Los cuerpos de la música: Introducción al dossier Música, cuerpo y cognición), a la proyección metafórica de esquemas cognitivos corporales o la semiotización corporal de la música. Aunque quizá este es el elemento más importante, también tienen incidencia la dimensión armónica (a través de la alternancia entre tensión y relajación en el sistema tonal, por ejemplo) y la dimensión emocional que evoca recuerdos asociados lo que se escucha.

Por decirlo con un ejemplo concreto, You Never Can Tell, de Chuck Berry, depende de igual manera para implicar al oyente de su backbeat rítmico, su tensiones armónicas entre dominante y tónica y la escena de Pulp Fiction que le dio una segunda juventud a partir de la década de 1990. Puede decirse que Vincent Vega (John Travolta) encarna perfectamente la quiebra de la ironía de la que hablamos, pues pasa de ser reacio a participar en el concurso de baile a entrar en casa de Marselus Wallace y Mia (Uma Thurman) bailando un tango con ella. ¿Es irónica la forma en la que Mia y Vincent bailan en el Jack Rabbit Slim’s? Es posible que sea una pregunta poco relevante pues, como simboliza el trofeo que consiguen, la música acaba rompiendo cualquier barrera irónica y llevando a ambos a ser partícipes del juego. Por supuesto, lo que pasa a continuación no es más que una forma, tan sarcástica argumentalmente como efectiva, de romper este juego y devolver a sus participantes a la esfera ordinaria de la experiencia —Eros-Thanatos-Eros— desde la sangre, la desesperación y, por último, la adrenalina.