Holy Hell, el cine como secta

Holy Hell, el cine como secta

La XIII edición de Documentamadrid nos deja a su paso, como de costumbre, una selección conservadora con algunos documentales interesantes. El que hoy reseñamos no destacaba entre la programación, sin embargo, me parece interesante hablar de él por lo peculiar de sus circunstancias.

Su director, Will Allen, tras graduarse en cine en la universidad, comienza un proceso de búsqueda existencial que le lleva a pasar 22 años viviendo en una peculiar secta. Tras salir de ella firma Holy Hell, su primera película (propia), llena de valiosos fragmentos y testimonios de todo aquel periodo. Hacer una película es un proceso transformador, y creo que las películas tienen siempre algo de exorcismo de su autor, de sacar afuera obsesiones y fobias. Terminar el proyecto como catarsis personal, independientemente del resultado obtenido, demuestra que el cine a veces es útil y lo interesante de la creación como acto terapéutico y liberador.  En éste caso ese exorcismo es la función fundamental de una cinta bastante convencional en su forma (quizá por ello triunfó a su paso por Sundance, donde hubo quien la consideró nueva cinta de culto, probablemente la principal razón para llegar a Documentamadrid). Como sucede tristemente en muchos casos, la sinopsis de la película es más atrayente que su ejecución.

En la primera secuencia se da una sucesión alucinatoria y maravillosa (quizá lo mejor del metraje) de imágenes de baja resolución y alto contenido psicodélico que más allá de su fetichista estética vaporwave, fueron generadas desde la inocencia y el convencimiento pleno de promocionar una comunidad, donde nuestro protagonista desarrolla lazos profundos de amistad con sus compañeros. Estas imágenes son un testigo precioso de aquella estética excepcionalmente bizarra: todos son jóvenes musculados, chicas perfectas en bikini ultra bronceadas, bañándose en playas paradisíacas, comiendo, riendo, tocando canciones y amándose (sin sexo, pues la castidad es una de las normas del grupo), y sin drogas de ningún tipo. Pero algo extraño late detrás.

Durante todos estos años, el cineasta militante pone su talento al servicio de una ideología y crea gran volumen de video promociones y propaganda para el grupo, aunque estos videos son una parte muy pequeña de la excentricidad que inunda las prácticas de la secta. La comunidad llega a construir, en un momento de especial megalomanía de su líder (bailarín, asceta, célibe, ex actor porno dado ahora a la castidad) todo un teatro con sus propias herramientas y desarrollan durante un año una función de ballet que solo se representará una vez, para ellos mismos. Toda esta parafernalia me recuerda dos cosas: el valor de la autocrítica y el modo en que Hollywood contamina con sus procesos nuestras mentes.

Holy Hell hace un uso bastante desacertado de la música, quizá la razón de mayor peso para relegarla a la planitud discursiva: la música dirige las emociones todo el tiempo, indicando qué pensar, qué sentir, al compás de la propia estructura de la película, una suma supuestamente dialéctica de ideas maniqueas, carentes profundidad, en lo que podemos denominar abreviadamente como guion clásico de Hollywood. Esta forma de utilizar el sonido y el montaje, tan propia del mainstream norteamericano, convierte a la obviedad en el mayor defecto de una cinta cuyo discurrir toma al espectador por un idiota incapaz de ver qué hay de tenebroso detrás de ese extraño líder, cuando esa tensión convive ya en su propio rostro desde el inicio. Por no mencionar el mal uso del material archivo o la entrevista, intercalados, obvios, predecibles, extremadamente justificados, o la exposición de conclusiones finales sobre el estado psicológico pirado del perverso líder, que hacen de Holy Hell un panfleto, un producto adecuado a la medida de la televisión (y desgraciadamente, esto es algo malo) igual que un Picasso está hecho a la medida del despacho de un banquero. Me pareció curioso cómo una película que critica un sistema de pensamiento único se inscribe formalmente, a su vez, en otro paradigma artístico/industrial/estético cerrado, sobredirigido y con aspiraciones hegemónicas.

Más allá de sus debilidades, la película retrata acertadamente hasta qué punto estamos dispuestos a llegar como seres humanos  en nuestra necesidad de aceptación, de integración en la comunidad, y esto nos ofrece un espejo útil para entender los mecanismos generadores de la moral y las relaciones de poder en nuestra propia sociedad, desdibujando las fronteras de lo que es una secta con aquello cotidiano que damos por normal (los integrantes de esta comunidad toman como natural y necesario atender cualquier capricho de su líder, aunque hayan olvidado por qué).

En la película, la comunidad celebra cada cuatro años un ritual que denominan “recibir la iluminación”, donde el maestro introduce en sus cuerpos la energía de dios, sin drogas ni trucos de ningún tipo, presionando con el pulgar en su frente, y ellos convulsionan, arrodillados, sintiendo realmente la catarsis. A mi me recuerda a la forma en que vemos a veces el cine como espectadores, cuando olvidamos el juicio crítico y la predisposición a disfrutar y ser conmovidos es tan fuerte que alcanzamos el objetivo en forma de profecía autocumplida. Pagar por la experiencia y que te la entreguen, ya prefabricada, cerrada y bonita. Volver a casa, dormir tranquilamente. Será cómodo, será fácil, pero el cine es algo más. El cine documental puede ser un contrarrelato, un anti relato, una herramienta poderosa, capaz de hacernos comprender y cuestionar nuestros más profundos convencimientos. Lo interesante de Holy Hell quizá sea el uso que hace su protagonista y creador de su propia práctica fílmica para integrarse en dos sistemas, primero el microcosmos sectario y en segundo lugar el retorno al mundo de la supuesta normalidad, aquel al que todos consideramos pertenecer hasta que se demuestre lo contrario.

Nuevas voces en el ciclo out.side

Nuevas voces en el ciclo out.side

El Ars Santa Mónica (junto al Centro de arte Tecla Sala y el Centro de arte La Panera) es uno de los lugares de acogida del Ciclo out.side, coordinado por Luis Codera Puzo. El pasado 20 de mayo abrió sus puertas al concierto “Nuevas voces”, es decir, la muestra de tres obras de tres jóvenes compositores que han finalizado recientemente sus estudios de composición en la ESMUC. Las tres fueron interpretadas por otros jóvenes, ya punteros en el ámbito nacional en materia de creación contemporánea: CrossingLines. En esta ocasión, vimos a Tere Gómez al saxo, a Feliu Ribera a la percusión, a Lluïsa Espigolé frente a las teclas (y cuerdas) del piano, Luiz Rocha con los clarinetes, Paula Piñero a la percusión y en producción junto a Pablo Carrascosa Llopis, que también se hacía cargo de la electrónica. Entre las piezas, aparecía El Pricto, uno de los músicos más versados en improvisación en algunos bares de Barcelona, como el Soda de Gràcia y director del valiente proyecto Discordian Records. El Pricto es un músico que demuestra que la fina línea entre música académica y ligera es una invención legitimada por teóricos y musicólogos y que, más que nunca, la nueva creación la pone contra las cuerdas.

El concierto se abrió con Blue para saxo, piano y batería de Pablo Carrascosa. Se trataba, aparentemente de una obra que intenta descomponer, en su mínima expresión, los elementos constitutivos de un blues. Pese a la intención de deconstrucción, la obra estaba íntegramente construida: sus seis minutos se dividían en particiones casi iguales que intercalaban sonido y silencio. Cuando sonaba, la música nos permitía intuir algunos lugares comunes del blues: aquellos acordes del piano, la caja en la batería, aquel gesto del saxo. Cuando callaba, parecía buscar una atmósfera inexistente aunque en cierto modo siempre perseguida en el mundo del blues: la calma para la tristeza. Quizá esta división rígida del tiempo fue lo que no le permitió funcionar del todo. Su hieratismo le hacía violencia, no sólo al blues, sino también a la propia música. Cuando un arte que se alimenta del tiempo es detenido de forma tan brusca no permite aparecer lo sonoro, sino sólo la fuerza del oficio del compositor. Let it sound, Carrascosa.

El Pricto era el encargado de la siguiente sección, de improvisación conducida. Mediante gestos que habían pactado anteriormente, El Pricto dirigía mientras componía. Sus formas parecen una traducción de la action painting abanderada por Pollock al ámbito musical. Sus gestos eran intuitivos y trabajaba por bloques (necesarios para elaborar las pautas). La figura central de esta primera improvisación fue la irrupción en el continuum temporal, realizada por el bombo y luego protagonizada por el resto de instrumentos.

La improvisación dio paso a, quizá, la obra más ambiciosa de la noche: Rooms para saxo, piano, percusión y electrónica de Laura Casponsa. Casaponsa es ua artista disciplinar, que compagina la composición musical con lo visual y, en especial, la fotografía y el cine. En esta ocasión, su obra se dividía entres movimientos (sic) o tres habitaciones, cuyo único hilo conductor era tener la misma idea de fondo: crear el mundo sonoro de ciertas habitaciones proyectadas en la pantalla. La propuesta invierte las líneas principales de investigación en sound studies: en lugar de pensar sobre la sonoridad real (su ser-sónico) de un lugar, Casaponsa pone primero el lugar y luego crea un mundo sonoro entre tantos posibles. Todas las fotografías mostraban habitaciones llenas de historia, en cierto modo abandonadas, dejadas ya a su suerte. Así se abre otra pregunta: aquella que cuestiona cómo suenan los espacios donde ya no se habita. Lo ambicioso de la propuesta, sin embargo, no terminó de tener la fuerza compositiva que prometía. Toda la composición fue un exceso, especialmente en efectos. Tocó prácticamente todos los palos de la composición vanguardista y contemporánea, incluyendo el ASMR (en un estilo similar a la propuesta de Neele Hülcker), la grabación de campo o el piano preparado. Quizá en querer abarcar demasiado estuvo su condena: apretó poco. Especialmente llamativo fue el caso de la última de ellas. Se trataba de un cuarto con papel color crema con flores en las paredes digno de las mejores habitaciones burguesas de la primera mitad de siglo XX. No había ningún mueble y la vista se dirigía a un mirador que había perdido sus formas por la potente luz que dejaba entrar por las ventanas. Sus costados, algo desvencijados, mostraban la verdad de la historia de aquella habitación presumiblemente testigo de tantos acontecimientos. La música, en lugar de explorar nuevos rincones de aquel espacio, optó por ponerse nostálgica. La melodía del piano, ensuciada a propósito con ruido electrónico, recordaba a la de las cajas de música en las que una pequeña bailarina da vueltas irremediablemente. El contraste con las dos primeras piezas fue extremo y hacía que las tres partes de Rooms quedase encajadas a la fuerza. Pese a que las tres habitaciones partían de la misma propuesta, no consiguieron dialogar entre sí.

Nuevamente, y por última vez en esta ocasión, le tocaba el turno a El Pricto. Al igual que en la improvisación anterior, tenía un hilo conductor: el grito, que fue protagonizado por Tere Gómez. Tal grito se desplazó, de forma modificada, al resto de instrumentos. Esto se intercaló con una suerte de conversación pseudomusical: mientras clarinete y saxofón hablaban con las boquillas aún entre los labios, en la percusión y en el piano se imitaron formas del habla.

Cerró el concierto Ex essentia machinae para saxo, piano, batería y electrónica, de Nuño Fernández Ezquerra. Se trata de una obra extraordinariamente bien compuesta, especialmente en el manejo de sus tensiones. Se encarga de no permitir un respiro a los espectadores. Mantiene una dinámica forte constante y, sin embargo, no pierde fuerza, sino que consigue crecer y crecer por su dominio del color instrumental. A diferencia de lo que promete el título y lo explicado por Luis Codera antes de que comenzara, la obra no es mecánica ni recuerda, en ningún momento, a lo automático. Más bien lo contrario: su fuerza está en lo humana que es.

Este texto fue publicado en su versión catalana en http://www.nuvol.com/critica/noves-veus-esmuc/

Michael Pisaro en Tabakalera (San Sebastián): nada nuevo bajo el sol.

Michael Pisaro en Tabakalera (San Sebastián): nada nuevo bajo el sol.

Tabakalera. Centro Internacional de Cultura Contemporánea

Donostia-San Sebastián

14/05/2016 a las 20:00

Michael Pisaro: composición y electrónica

Stéphan Garin: percusión

Didier Aschour: guitarra

El evento se presentó como una más de las iniciativas de la controvertida capitalidad cultural europea que este año se le ha concedido a Donostia-San Sebastián, junto con la ciudad polaca de Wroclaw. Donostia 2016, actúa como un agujero negro, absorbiendo cualquier acontecimiento cultural que se lleve a cabo en la ciudad. Y es que, cuando ya ha pasado prácticamente la mitad del año, una va abandonando la duda para acercarse a la certeza de que (casi) todo evento cultural que se ha llevado a cabo durante estos meses habría sido posible igualmente sin el título europeo.

Nos reunimos no más de veinte personas en una sala tímidamente iluminada para escuchar hablar a Michael Pisaro (Buffallo, Nueva York, 1961) sobre el paisaje sonoro y el field recording, técnicas que conforman la base de sus composiciones. Resulta estimulante escuchar a un compositor hablar de su obra, sobre todo cuando el discurso es honesto. Michael Pisaro cree en lo que hace, pero se trata de una fe casi religiosa y de una devoción irracional hacia una idea, la de escuchar la experiencia de la escucha, que sería lo mismo que escucharse a una misma escuchando. Pisaro busca, por un lado, la paradoja entre los conceptos, en un principio contradictorios, de escucha y silencio y, por otro lado, le atribuye al silencio la característica de serlo aunque no lo sea. Es decir, el silencio no es tanto la ausencia de ondas acústicas, sino una posición en la escucha. El silencio puede, por lo tanto, existir aunque exista sonido.

La música de Pisaro juega constantemente con ese límite entre el sonido y el silencio. Así es como funcionan Transparent City 6 y A Wave and Waves, cuyos fragmentos ejemplificaron las ideas del discurso. El compositor utiliza para su obra sonidos grabados del entorno, pero de un entorno entendido de manera rousseauniana, ya que la intención es situar al oyente en una naturaleza preindustrial, asumida como el verdadero lugar en el que el ser humano puede conectar con su estado natural, creando la experiencia de “estar en”. Además, las constantes alusiones a cuestiones antropológicas hacen que podamos entender la música de Michael Pisaro como una especie de “etnomusicología del entorno”, ya que se trata de una investigación a través de la grabación de los sonidos de la naturaleza como herramienta para el conocimiento del ser humano en su relación esencial con lo que le rodea. Sin embargo, ésta es una relación individual e introspectiva, que tiene como objetivo más el autoconocimiento que el propio conocimiento del entorno, más la conexión con uno mismo que la conexión con la naturaleza que refleja, reafirmando la idea religiosa del acto de escuchar que he mencionado anteriormente.

Pero las discusiones estéticas alrededor del silencio no son nuevas. De hecho, Pisaro abrió la conferencia con la casi obligada referencia al 4’33’’ de John Cage (1912-1992) y con una reflexión respecto del silencio como material compositivo irrepetible, ya que “dos sonidos pueden sonar igual, pero dos silencios no” (una afirmación, por otro lado, más que cuestionable). Hasta aquí todo en orden. Pero, lo que me llamó la atención es que la referencia a esta obra de Cage, escrita en 1952, fuera la única en una conferencia de casi una hora. “Cage abrió una puerta”, afirmó Pisaro, y no podemos sino darle la razón. Sin embargo, aunque hay que reconocer que el paisaje sonoro, entendido como fotografía sonora del entorno, ya sea buscando armonías en el mismo o creando armonías con el mismo, a través de grabaciones de los sonidos de la naturaleza que después se procesan (o no), en los años setenta del pasado siglo fue una corriente vanguardista y rompedora, lo cierto es que, a día de hoy, resulta ciertamente complicado valorarlo como música contemporánea o experimental.

La conferencia dio paso a un concierto de una hora en el que se interpretaron dos obras de las que no se dio título y que fueron impecablemente interpretadas a cargo de Stéphan Garin a la percusión y Didier Aschour a la guitarra, mientras el propio Pisaro lanzaba la electrónica. La calidad musical fue intachable y la precisión de la ejecución, admirable. La primera obra se basaba en una nota pedal sobre la que se construían interesantes armonías a través del juego entre segundas menores que creaban vibraciones mensuradas. El sonido del vibráfono tocado con arco se confundía con los sonidos electrónicos creando un verdadero diálogo entre lo “artificial” y lo acústico.

La segunda obra consistía en un colchón armónico denso entre la guitarra y la electrónica sobre el que el percusionista “jugaba” con diferentes materiales para hacer sonar el bombo. A través de lijas de diferentes rugosidades, granos de arroz lanzados de diferentes alturas y pelotitas que rebotaban en el bombo, se creó un espectáculo minimalista visualmente más atractivo. No obstante, no puede decirse que el resultado ni la técnica sorprendieran al oyente, ya que, tanto los juegos de los instrumentistas con sus instrumentos para generar sonidos diversos, como el material electrónico a base de sonidos de masas de agua, aviones despegando y viento procesados, son algo ya bastante trillado en las composiciones de paisaje sonoro. Quizá lo más sorprendente y estimulante del concierto fueran las campanas de alguna iglesia cercana que se oyeron repicar a las diez de la noche, imponiéndose el entorno real al entorno artificial que dentro de la sala se había creado.

Sobre el remake de Point Break: ¿agotamiento de la industria cultural?

Sobre el remake de Point Break: ¿agotamiento de la industria cultural?

Normalmente, un remake no es más que el intento de crear una novedad allí donde ya existe un producto cultural definido. La necesidad de esa novedad hace que Hollywood esté siempre necesitando producir nuevos relatos. Pero cuando la producción de cultural empieza a encontrar sus límites, lo que le queda es la creación de la apariencia de novedad. En ese instante, lo que se presenta intenta mostrarse como completamente nuevo. Sin embargo, es muy fácil descubrir dónde está el truco. En este caso concreto, como ocurre también en The Force Awakens, el salto generacional se usa para presentar al nuevo público aquello que ya fue novedad hace mucho tiempo. Lo único que demuestra esta pequeña trampa es que, poco a poco, la industria cultural va encontrándose con que todo lo que tenía que contar y producir ya empieza a agotarse.

Por eso, si la película original de los 90 todavía tenía una cierta ingenuidad en la historia de cuatro surferos que atracaban bancos para poder dedicarse a viajar por el mundo en busca de la ola perfecta, en este nuevo relato la ingenuidad se ha perdido. Ahora se trata de cuatro deportistas de élite que viven por y para los deportes de riesgo. No faltan los esponsors y las fiestas en yates de lujo. Lo que en el primer caso se entendía desde una cierta relación new age con el océano a través del personaje principal de Bodhi, aquí se sustituye por la mística de la naturaleza y la necesidad de rendir tributo a su fuerza.

Secretamente, la intención del nuevo Bodhi y su grupo es cumplir con las «8 de Ozaki», una leyenda inventada por la propia película que consiste en 8 pruebas físicas en la naturaleza con las cuales se rendiría el tributo necesario a la fuerza primigenia de la Tierra, consiguiendo así un tipo de lucidez espiritual y de comunión entre el sujeto y la tierra. Obviamente, la relación con la naturaleza y su mística aparece mediatizada por la estética capitalista y postmoderna de los deportes extremos. La adrenalina y el riesgo están siempre subsumidas en esa forma de experiencia casi chamánica con las fuerzas naturales.

Pero hay otra misión más profunda: luchar contra la destrucción ecológica del planeta. Para ello, no sólo roban dinero de los ricos para repartirlo entre los pobres (la enésima ejemplificación del mito de Robin Hood, pero ahora con tatuajes y músculos) sino que atacan las formas de explotación de la naturaleza, buscando recobrar una armonía preestablecida originaria. Así, esta nueva versión intenta rizar el rizo de una forma más bien artificial: si la primera conseguía dejar la conciencia más o menos subversiva en un deseo de poner por delante una vida basada en la autenticidad, aquí queda absolutamente mediatizada por una forma de entender la naturaleza ingenuamente romántica.

Obviamente, una apuesta de este tipo tiene que acabar en tragedia según el relato de Hollywood. La vitalidad de esa especie de «romanticismo revolucionario» parece que siempre se tiene que confrontar con el límite de la ley. Pese a que el agente del FBI Johnny Utah comparte la pasión por la adrenalina y el riesgo debido a su pasado como deportista extremo, al final acaba sucumbiendo a la razón. No piensa en la idoneidad de los «crímenes» de Bodhi; simplemente están fuera de la ley, y como tal tienen que ser perseguidos. Un concepto de razón profundamente autoritario y ligado al derecho empírico triunfa por encima de la propia pulsión romántica.

Pero, ¿y qué pasaría si el final del relato fuera otro? ¿Qué pasaría si la audacia y el atrevimiento, más o menos ingenuo, no tuviera que enfrentarse necesariamente con la ley y con la categoría de delito? ¿Qué pasaría si fuera posible ganar? La ideología de la industria cultural no puede permitir mostrar de ninguna forma que el capital pueda ser vencido, ni que pueda existir la victoria frente a los que se arriesgan por derrotar, aunque sólo sea de forma ínfima, el modo de explotación. En su lugar, es capaz de disfrazar una victoria por la fuerza como si se tratara de un destino inevitable. La tragedia es el final necesario para aquellos que intentan luchar con lo que debe ser. Por eso, pese a toda su pátina más o menos progresista de denuncia de la degradación ecológica se esconde, como casi siempre en estos casos, el mensaje de que dicha degradación es absolutamente inevitable, y que es la tragedia y el límite lo que le espera a aquellos que piensan que la historia pertenece a quien la hace.

La ¿desafortunada? viñeta de El Roto

La ¿desafortunada? viñeta de El Roto

roto

El pasado 9 de mayo, el siempre agudo El Roto publicó la viñeta que ven más arriba en El País. Sencilla y clara, dirán algunos (e incluso añadirán: ¡y muy cierta!). Otros, los musicólogos sobre todo, se lanzaron a las redes sociales a dedicar grandes párrafos incendiarios contra su autor y el contenido. A mí, como me parece que algo que agita discusiones ya merece tener en cuenta (siempre que no sean las aventuras de la vida privada de nadie) y, porqué no decirlo, en esta revista nos va la polémica, me he decidido a lanzarme con este texto.

Bien. Comencemos por la sencilla frase. Tiene dos lecturas evidentes. Por un lado, la que se comprende inmediatamente, en la que podríamos seguir aquel diagnóstico de Th. W. Adorno que señalaba que, en los últimos tiempos, la sociedad sufría de una “regresión de la escucha”. Ésta implica un retroceso de la capacidad de escuchar y reconocer estructuras complejas en relación al desarrollo de las posibilidades musicales. El pobre Schönberg pensaba que su música se tararearía, según dicen las malas lenguas, cien años después de su composición. Algunas ya los han pasado y todavía mucha gente ni siquiera sabe quién fue ese tipo. Y tampoco les cambia demasiado su vida saberlo. Muchos, incluso músicos profesionales, siguen considerando a este hombre como creador de basuras musicales y otras lindezas que he escuchado entre los pasillos de conservatorios. En cualquier caso, sí que parece que hay un elemento regresivo en la escucha, no tanto por capacidad sino por lo permitido u ofrecido por las instituciones. La música que más triunfa en España sigue siendo el reggaetón (que, más allá de que musicalmente es nefasta, su contenido político es todo lo contrario a lo que desearíamos como sociedad no barbárica) y la música es cada vez más retirada a un elemento de entretenimiento o de bien cultural, como una especie de bien museístico más. Cuando algunos colegas de profesión quieren defender la música, sus argumentos suelen dirigirse a señalar que es buena para el cerebro, que los niños que estudian música son más inteligentes y organizados, etc. Pocos defienden la música en sí misma, mucho menos -doy fe que somos realmente pocos- como una forma de conocimiento alternativa, como un conocimiento no proposicional. Pero esto es harina de otro costal y no puedo alargarme demasiado por motivos de formato y por la paciencia que atribuyo a mis lectores.

Por otro lado, y aquí es donde los colegas musicólogos se encendieron, parece que El Roto desprecia, de alguna forma, la aparente simplicidad del tambor. Eso le pone contra las cuerdas. Fue considerado como elitista, anticuado, conservador, etc. En la misma línea que parecía estar El Roto estaba la interpretación, por ejemplo, de Ernst Bloch, que consideraba que la música comienza a emanciparse de su función ritual cuando aparece la flauta. Para él, el tambor no ofrecía música en sí, sino para sí. El tambor, según esta segunda línea, sería lo más básico y arcaico para la escucha. Los percusionistas, claro, se sintieron atacados, y denunciaron -con razón si seguimos este argumento- todas las posibilidades de los tambores, que exigen de una altísima (por seguir en los términos del dibujante) sensibilidad musical. Por no decir, aunque quizá sea una exageración un poco oportunista por mi parte, que el piano es, en esencia, también una especie de tambor: al menos hereda de él la lógica de su mecanismo.

¿Qué significa esta viñeta en abstracto? Encontramos otras dos posibilidades. Por una parte, la constatación de que no saber de música y demostrarlo no se condena ni social ni culturalmente. De hecho, eso es lo normal. Dudo que El Roto se hubiese atrevido a poner eso en términos, por ejemplo, de pintura o literatura, donde se espera que la persona media (sea lo que sea), tenga otros conocimientos. Es decir, El Roto ha caído en su propia trampa. Él mismo ha caído en su propia asensibilidad musical y se ha puesto, a sí mismo, entre la espada y la pared. Con esta frase, hace un flaco favor a los que intentamos desestabilizar el statu quo, también existente en la música (con la fijación del repertorio, la repetición hasta la saciedad de los mismos hits musicales, el desarrollo de una industria cultural cada vez más alejada de la creación contemporánea de ámbitos menos comerciales…). Y, por otra -y por último-, El Roto  abre una pregunta que me parece esencial para comprender el mundo que nos toca vivir. ¿Qué significa sensibilidad? No es momento aquí de ponernos con reflexiones sobre el asunto. Simplemente, dejo apuntada la cuestión bajo la luz de que parece que, desde hace unos cuantos años, sensibilidad se ha opuesto a razón y ésta se ha asociado tanto a elementos objetivos (como capacidad de percibir, aisthesis) como a subjetivos (como el gusto o como cualidad: “esta persona es muy sensible, se emociona siempre que ve perritos” -o lo que sea-). También, como defiende el filósofo francés J. Rancière, a estructuras políticas que posibilitan percibir, o no, la realidad, algo que él llama “la división de lo sensible”. J. Attali, por ejemplo, decía que la música era una organización política del ruido, esto es, algo que en determinado momento, bajo determinadas circunstancias, se ha denominado como música y que la oponía -como algo rechazable- al ruido. En los últimos años, nos encontramos con que se ha despertado la conciencia de que somos seres ruidosos, y así se ha puesto en marcha el mecanismo que comienza a interpretar las estructuras que condicionan nuestra escucha en términos biopolíticos. Piénsenlo: en nuestra cultura, la de esta esquina del mundo, no se debe eructar en público, ni sorber la sopa, ni cantar por la calle. Hay un control de nosotros como seres ruidosos. En todo esto participa cierto concepto de la sensibilidad. Me parece a mí que El Roto  no sabía lo que se escondía detrás de su tan aparente sencilla viñeta…