Killer of Sheep. Charles Burnett y la estructura social como prisión hereditaria.

Killer of Sheep. Charles Burnett y la estructura social como prisión hereditaria.

«I don’t think I’m capable of answering problems that have been here for many years. But I think the best I can do is present them in a way where one wants to solve these problems.» Charles Burnett

Aprovechamos la reciente publicación del libro “Charles Burnett, un cineasta incómodo por Shangrila en colaboración con Play-Doc para adentrarnos en la figura de un cineasta imprescindible y poco conocido en nuestro país.

El libro reúne una larga entrevista de 60 páginas así como varios artículos académicos.

Killer of Sheep es el primer largometraje del director afroamericano. Consagrada como película de culto, fue escrita como trabajo final de máster en UCLA y grabada en fines de semana a lo largo de cinco años (entre otras cosas, por el encarcelamiento de uno de los actores).

El valor increíble de esta película no solo reside en el contra-relato que plantea sobre los estereotipos de los negros en Hollywood, nos encontramos también ante una obra cargada de una maravillosa gramática experimental. La Biblioteca del Congreso de los EEUU la declaró como tesoro nacional para su preservación (no tanto por lo de experimental, sino más probablemente por apaciguar su conciencia de clase-raza explotadora y dominante).

Para su rodaje, Burnett escogió historias reales de afroamericanos de clase obrera (amigos y conocidos) y les hizo recrearlas. A pesar de que el reenactment esté muy en boga en nuestros días, ensalzado por grandes obras como el díptico de Joshua Oppenheimer o la figura Pedro Costa, el origen de éste método se remonta a tiempos tan remotos como 1914 (adelantándose incluso a Flaherty, quien dirigía a los esquimales), fue el año de estreno de In the Land of the Head Hunters, primerísimo intento. En 1998 el austríaco Michael Glawogger lo utiliza para ofrecernos un retrato global de la marginalidad en Megacities. Volviendo a Burnett: aunque hay quien relaciona Killer of Sheep con el Cinema Verité francés o incluso el Neorrealismo italiano, el autor se inscribe en el movimiento L.A. Rebellion (Los Angeles School of Black Filmmakers, directores afroamericanos que de mediados de los 70 a finales de los 80 quisieron combatir los clichés racistas de Hollywood creando obras que reflejasen su cotidianidad y circunstancias reales). Podríamos enmarcar, (por su vocación de reenactment, quizá) a nuestra película en el cajón de sastre de la docu-ficción, pero lo cierto es que éste trabajo extraordinario trasciende clasificaciones.

La vida de una familia de clase trabajadora ejerce como centro gravitacional de un mundo hecho (de) polvo, sangre, miseria, música y desesperanza. Es extraño apreciar cómo la película, en lugar de estar compuesta por una suma forzada de escenas y acontecimientos, actúa como un organismo complejo, completamente conectado: las diferentes facetas de la estructura socioeconómica de la precariedad de la clase trabajadora, y la cultura asociada que engendra, conectadas como comunidad en un mismo espacio-tiempo cinematográfico. Así, navegamos indiferentemente entre infancia, violencia, juego, comunidad, resignación, erotismo, y el matadero como alegoría del rebaño social de ovejas que van juntas, apelotonadas, hacia la muerte, sin más explicación ni conciencia de clase. Son abundantes los elementos que apuntan a la naturaleza de una película profundamente marxista.

El juego interpretativo amateur de los actores adultos (personas que se interpretan a sí mismas, visiblemente forzadas) frente a la espontaneidad sin control de los niños, están envueltos en una forma estética sublime: las posiciones de cámara y la segmentación de la acción-tiempo son totalmente magistrales. Lejos del fallo técnico, sus saltos de raccord, desenfoques y reencuadres recuerdan a la frescura de un joven Cassavetes. Frente al cine de altos presupuestos, Killer of Sheep y su sucia imagen 16mm emanan una autenticidad inalcanzable a los estándares hollywoodienses de rígido canon técnico. El organismo es una bestia, y la bestia está viva, ruge, muestra los dientes y corre hacia nosotros.

Navegar a medio camino entre documental y ficción, con decorados naturales, no es impedimento al director para lograr una puesta en escena que le revela enorme conocedor del arte cinematográfico narrativo. Lo genial es que a veces el curso de la acción cambia, y otras veces no ocurre nada, volviéndose la circunstancia transparente, permitiendo ver el problema social que late en su interior. Además, y esto no es necesariamente una obviedad, se trata de una película de cuerpos que se mueven, todo el tiempo, de una forma particular, como animados por una fuerza vital apabullante, o en ocasiones una delicadeza estremecedora. El movimiento de los cuerpos en el encuadre, sumados genialmente en el montaje, hacen la experiencia de disfrutar la película un placer de doble y triple lectura, bañado por el buen manejo en la ecuación de las palabras: pocas dicen mucho. Cada elemento significativo es controlado con tal dominio que resulta desconcertante pensar en su condición documental (y por tanto, quizá, fuera hora de comenzar a disociar definitivamente las ideas documental e improvisación, o más aún, reconocer la dificultad de definición del documental).

La música es un factor fundamental, utilizada de una forma que hoy día sería considerada a contracorriente del documental contemporáneo (si es que existen las modas). Las canciones se suceden todo el tiempo sin cesar, irrumpiendo y cortándose de repente, tanto en la banda sonora como cantadas por los propios personajes, especialmente los niños. La música es indisoluble de la cultura retratada. La banda sonora es abundante, va desde jazz a blues a ópera, desde Dinnah Washington, hasta Gershwin o Rachmaninov, una música que hace agridulce lo amargo y da belleza a la tristeza. Dota a toda la película de un tono que quizá sea lo único que hace que no queramos pegarnos un tiro, aparte de los niños. Uno no puede evitar pensar en las muestras culturales que llegan a la burguesía del momento, emanadas de otro mundo en profundo contraste con el primero: el universo sin escapatoria en el que residen los obreros protagonistas, cuya escasez material impregna toda circunstancia vital, desde lo cotidiano del trabajo (alienante) al sustento y configuración de sus familias, hasta sus comportamientos sexuales, hasta sus juegos infantiles.

Así es como, poco a poco, vamos entendiendo que esta familia retratada es una representación honesta de todo un estrato social (la honestidad en el trato a los actores era una de las pocas reglas del director toma estrictamente, y una diferencia radical con el tratamiento que Hollywood hace de cualquier realidad). Los niños se ven pronto enfrentados al peligro que supone el mundo, a los conflictos entre hombres y mujeres adultos. En este mundo acechado por la delincuencia como salida fácil y peligrosa, el obrero se enfrenta al obrero, unos se aprovechan de otros, sobreviviendo de pequeños trapicheos, mientras que todos en conjunto conforman esa galaxia de los dominados por su lugar en la estructura de poder socioeconómica. Son los explotados, los condenados a vivir al borde de la pobreza, cuya necesidad de supervivencia no deja lugar a la reivindicación de una mejor vida (y no, aquí no hay sueño americano que valga).

Me quedo con una imagen: la del padre abatido, en la cocina, el padre que renuncia al sexo con su mujer porque no pueden permitirse más hijos, su mujer al borde del llanto de frustración, frustración que expiró del rostro del padre aplastada por el peso insoportable de una esclavitud a su presente, sin solución, sin respuesta. Y la pequeña hija de cuatro años, que masajea sus hombros agotados, colocada en el centro, manteniendo con su inocencia el equilibrio de una vida que es cárcel, cadena perpetua. Esa vida es la que Charles Burnett, al retratar, reivindica como problema fundamental de los negros de su país. No nos queda tan lejana, esa vida precaria y miserable. He aquí la necesidad de esta película: mientras exista el capitalismo, seguiremos necesitando éste cine. Luego ya veremos.

Por Guillermo Etchemendi

Cine en las salas de concierto: Piratas del Caribe con la OBC

Cine en las salas de concierto: Piratas del Caribe con la OBC

No es nada nuevo que las bandas sonoras suban a los escenarios de conciertos, la propia OBC ha realizado numerosos programas dedicados a ellas. La novedad estriba en llevar también la película a la sala e interpretar su banda sonora simultáneamente a la proyección. Sin duda eso supone un reclamo estupendo para atraer un tipo de público que no está acostumbrado a acudir a conciertos orquestales y que de este modo vivirá su primera experiencia sinfónica en directo. Algunos de ellos quedarán enganchados y, con suerte, se atreverán con otros programas sinfónicos. Otros no repetirán, pero por lo menos serán más conscientes del importante papel de la música en el cine así como del duro trabajo que conlleva. (más…)

El hilo frágil de la voz amorosa. Sobre la última película de Charlie Kaufmann, Anomalisa (2015).

El hilo frágil de la voz amorosa. Sobre la última película de Charlie Kaufmann, Anomalisa (2015).

Foto sacada de: http://www.the-numbers.com/movie/Anomalisa/Australia#tab=summary

Al estrenarse en 2015 la última película de Charlie Kaufmann Anomalisa, se hablaba irónicamente de la película más humana del año en la que no aparecía ningún ser humano. El título del filme podría verse como una clara referencia a esta peculiar anormalidad. En efecto, la película de Kaufmann expone al público ante una humanidad innegable, sin embargo una humanidad enajenada, no cualquier humanidad sino la condición humana de nuestros días, la soledad insondable del hombre del presente. La película hecha exclusivamente en stop-motion, muestra al ser humano sumergido en una sociedad donde todos se ven iguales y donde su soledad y el tedio que esta monotonía trae consigo, lo llevan hasta la desesperación. Se trata pues de una película donde sus contenidos kafkianos son multiplicados hasta el infinito: el sujeto naufragando en un espacio impersonal del hotel y del avión hasta mostrar el hogar despojado de todo tipo de personalidad, de estructura. El hombre moderno en su laberinto de soledad, ese es el tema de la película, sin embargo otro tema fundamental, el cual se deriva de este mismo, es la búsqueda del amor, la búsqueda de aquello que devuelva al hombre contemporáneo la vida y lo salve del tedio.

La película trata principalmente sobre la estadía de Michael Stone, un escritor popular de libros de marketing, en un hotel. Stone llega a otra ciudad para dar una conferencia sobre servicio al cliente, sin embargo su tedio y su vacío interno lo lleva a acordarse nostálgicamente de una novia del pasado a la cual tuvo que romperle el corazón. Independientemente de la trama hay un aspecto que salta a la vista al ver el filme, un aspecto formal pero tal vez uno de los más importantes de la película: lo que el público no entiende es por qué todos los personajes tienen la misma voz, una voz masculina, todos los personajes son percibidos por Michael de la misma manera, con una indiferencia ácida. Ahora bien, en la película irrumpe la voz femenina como aquel elemento que trae de vuelta, por un momento, la vida, la felicidad y la motivación. La voz femenina proviene de una mujer sin atributos, más bien carente de hermosura e insignificante, pero que por medio de su voz adquiere una anormalidad que hace que Michael quiera dejar el resto de su vida por ella. Sin embargo tanto el público como Michael se dan cuenta de que aquella característica extraña que hace de la fea una bella, es justamente ese delicado hilo de la química que hace que dos cuerpos se encuentren, un hilo tan frágil cuyo rompimiento nos deja caer de nuevo en la tristeza y el sinsentido absoluto. La atracción de Michael es solamente por la voz, por ese pequeño gesto, su amor es fetichista, superficial, vacío. La voz de quien se desea es una voz que no se entiende, es ese olor que se desea sin saber, pero que se desea fuera de la cotidianidad ya que una vez, se unta de cotidianidad, nos sumergimos de nuevo en las aguas venenosas de la indiferencia.

La película de Kaufmann logra a la perfección retratar los miedos y los deseos de nuestra sociedad actual: el miedo al compromiso y el deseo por compañía, la sed de novedad y el miedo a la cotidianidad, el miedo a dejar de sentir y el deseo por sentir cada vez más, la desesperanza absoluta y la esperanza incesante. El problema de mantener el acto inicial del amor, aquel momento de vida pura, esa sería una tarea del virtuoso, una tarea imposible, ya que pareciera que estuviéramos destinados a fracasar constantemente: estamos destinados a vivir en nuestra soledad absoluta en la que buscamos desesperadamente la comunión con un otro. La sociedad post-romántica es una sociedad que vive de la nostalgia de un romanticismo al que se teme y se desea al mismo tiempo. Somos unos románticos post-románticos, unos románticos absolutamente desahuciados. Tal vez esa sea la ironía que señalaba yo al comienzo: somos infinitamente humanos al estar despojados y deseosos de humanidad. Anomalisa es un hermoso y profundísimo retrato de esa sociedad en busca de una anormalidad, de lo nuevo, de la vida, cuya estandarización sin embargo nos hace regresar inevitablemente, en un abrir y cerrar de ojos, todos los días a nuestra soledad y monotonía.

El hijo de Saúl: un relato universal sobre la alienación

El hijo de Saúl: un relato universal sobre la alienación

La ganadora al Oscar a la mejor película de habla no inglesa de este año podría ser otra nota al pie sobre el terror de los campos de exterminio de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, el film de László Nemes termina logrando lo que muchas otras películas que comparten la misma temática sólo alcanzan a medias: ir más allá de la mera (y necesaria) descripción de unos hechos para convertirse en un ensayo hiriente sobre la destrucción de la personalidad.

Saúl Ausländer (Géza Röhrig) es un prisionero judío húngaro atrapado en la macabra rutina de Auschwitz. Como miembro de un Sonderkommando, Saúl se encarga de recoger todos los objetos de valor que dejan atrás los prisioneros enviados a la cámara de gas y también participa en la macabra tarea de llevar los cuerpos al horno crematorio. Tras presenciar la muerte de un chico al que reconoce como su hijo, Saúl decide emprender una quimérica odisea.

Sin ahondar demasiado en los detalles de la premisa (para evitar desvelar demasiado), cabe decir que ésta podría ser la de un drama al uso e incluso haber derivado en un espectáculo de lágrima fácil, como el despropósito lacrimógeno que terminó siendo El niño del pijama de rayas (The Boy in the Striped Pajamas, 2008). Sin embargo, László Nemes evita en todo momento caer en trampas melodramáticas y lleva la historia por senderos mucho más elevados y oscuros.

Uno de los mayores aciertos de El hijo de Saúl tiene que ver con la forma en que ha sido filmada. La lente de la cámara, con una profundidad de campo mínima, se acerca al rostro de Saúl y lo sigue por los infiernos de Auschwitz, dejando el fondo estratégicamente desenfocado. El apartado sonoro también contribuye a este difuminado, con una banda sonora casi inexistente que se disuelve entre los rugidos de las máquinas y los gritos distantes. Ante tanta niebla visual y auditiva, será la imaginación la que se encargue de dar definición al horror, provocando que una de las películas que ilustran menos gráficamente el Holocausto se convierta en una de las más duras de ver.

Teniendo en cuenta que gran parte del film se narra a través del rostro del protagonista, sorprende que László Nemes recurriera a un amigo suyo que prácticamente no contaba con ninguna experiencia como actor. No obstante, Géza Röhrig está a la altura de las circunstancias y demuestra un asombroso dominio interpretativo, logrando decir muchísimo con un diálogo y unos gestos mínimos. El resto del elenco consigue dotar la película del realismo descarnado que necesita y evita en todo momento la teatralidad excesiva. Otro gran acierto, en mi opinión, es no haber suprimido la variedad de idiomas que se hablaban en Auschwitz en favor de la uniformidad lingüística de la que adolecen otras películas sobre el horror de los campos de exterminio. El húngaro, el alemán, el yiddish, el polaco o el francés conviven y malviven en aquella cárcel de nacionalidades, contribuyendo al aislamiento y a la confusión.

Sin embargo, aquello que eleva a El hijo de Saúl por encima de otros grandes títulos del género, más allá de su osadía técnica o de sus grandes interpretaciones, es su retrato magistral de la alienación. Mientras que, en películas como La lista de Schindler (Schindler’s List, 1993), o La vida es bella (La vita è bella, 1997), las víctimas mantienen en todo momento su humanidad y parecen psicológicamente impermeables a la tortura diaria de sus verdugos, los miembros de los Sonderkommandos de El hijo de Saúl muestran las heridas abiertas de su deshumanización. En este sentido, es su protagonista quien parece llevarse la peor parte en su afán por conservar un último reducto de humanidad que los demás parecen haber perdido entre la barbarie. No obstante, Saúl no es un héroe, ni tampoco el único cuerdo en aquel pozo de locura. Y es que la genialidad del film de László Nemes consiste, precisamente, en narrar los horrores de la barbarie nazi a través de las graves secuelas personales de su protagonista.

Algo que cabe celebrar también es la sutileza narrativa del guion, escrito a cuatro manos por el mismo Nemes y la debutante Clara Royer. La tragedia de Saúl es presentada sin grandilocuencia, con unos diálogos que contribuyen al avance de la trama sin caer en la teatralidad o en los tintes melodramáticos. Las revelaciones, que las hay, aparecen sin fanfarria y casi en segundo plano, imbuidas de una cierta ambigüedad que sulfurará a los amantes del cine masticado.

La decisión de centrar el relato en un miembro de los Sonderkommandos no está exenta de cierta relevancia histórica. Durante mucho tiempo, esta clase de prisioneros sufrió el estigma de ser haber sido cómplice material de la macabra maquinaria de exterminio que Hitler puso en marcha durante los últimos años de la Segunda Guerra Mundial. La película ahonda en la doble tragedia de los miembros de este denostado grupo, víctimas del nazismo que fueron obligadas a colaborar con sus verdugos, y lo hace sin asumir una posición de superioridad moral. En definitiva, no me parece ninguna exageración afirmar que El hijo de Saúl es uno de los mejores títulos que ha dado el cine sobre el Holocausto y quizás el más universal. La película de László Nemes logra transgredir el aquí y ahora de Auschwitz en 1944, esquivando la épica y la hipérbole para componer un magistral ensayo sobre la alienación.

Mustang: una de las revelaciones europeas del año

Mustang: una de las revelaciones europeas del año

Debutar con una multipremiada y multinominada opera prima es el sueño de cualquier cineasta. Este es el caso de la directora turco-francesa Deniz Gamze Ergüven y el inteligente drama en la adolescencia que nos ofrece con Mustang.

Ganadora entre otros galardones del Goya a mejor película europea, 4 Premios César por la Academia francesa o nominada tanto en los Oscar como en los Globos de Oro como mejor film de habla no inglesa, la cinta franco-turco-alemana es el enésimo ejemplo de la importancia capital que tienen ya desde hace unos años las coproducciones internacionales para sacar adelante obras valientes, algunas de las cuales terminan recogiendo gran prestigio y reconocimiento. Caminando un poco atrás en el tiempo, concretamente al año 2008 y debido a la crisis mundial financiera, el número de coproducciones disminuyó considerablemente al verse recortados los presupuestos nacionales culturales; por suerte, a finales de 2013, la Comisión Europea implementó una serie de regulaciones que aseguraban mayores subvenciones tanto para coproducciones europeas como para su distribución a lo largo de todo el continente.

Así, a mediados del año 2014, se calculaba que más del 40% de los largometrajes producidos en los cinco principales países de Europa Occidental habían sido realizados en régimen de coproducción.

Pese a contar con un reparto enteramente turco y filmada en Turquía, la mayor parte de la financiación de Mustang es de producción francesa. A este respecto, Francia demuestra su compromiso con el cine como el segundo país tras Canadá con mayor número de acuerdos de coproducción a lo largo de todo el mundo, contando con más de 30 tratados oficiales

La película, con una evidente carga crítica que no es más que el reflejo de la situación actual en el país otomano, cuenta la historia de 5 hermanas adolescentes forzadas a crecer en una estricta cultura machista y patriarcal, siendo narrada con una delicadeza y gusto inusuales a la dura temática sobre la que versa. Huérfanas, su abuela y su tío se hacen cargo de ellas, encerradas en una casa junto al Mar Negro con sus ansias de libertad supurando al igual que el despertar de su sexualidad y el interés por los chicos.

La obra remite a una suerte de estudio sobre la subordinación de la mujer y su posición de insumisión en la sociedad turca actual, convirtiéndose en toda una heroica agresión política y reivindicativa que la hizo valedora del premio a la libertad de expresión por la Asociación de Críticos Norteamericanos (National Board of Review).

Poco tardó después de su estreno en Estados Unidos en ser considerada una clara bebedora del agua de la ópera prima de Sofia Coppola bajo título Las Vírgenes Suicidas (The Virgin Suicides, 1999), pero pese a que ambas comparten el mismo número de hermanas -5- y temas similares propios de la edad, los enfoques de los mismo son verdaderamente diferentes, así como las influencias culturales que rodean a cada una.

La cinta pone también de manifiesto la contraposición de dos culturas, de costumbres contradictorias que conviven en un mismo país. Durante diversos momentos del filme, Estambul es evocada por las niñas como la vía de escape del conservadurismo y patriarcalismo al que se ven sometidas, donde el estilo de vida es marcadamente occidentalizado, abierto y alejado de las imposiciones de esa otra parte más tradicionalista. Como ejemplo, el propio vecindario responde escandalizado al inocente comportamiento de las niñas para con los chicos al inicio de la cinta, donde simplemente juegan en el agua -incluso van vestidas con el uniforme escolar- en una tarde de verano. Ello derivará en una inmediata reacción dentro de la casa, en una transformación paulatina de su modo de vida orientado al servilismo: cursos de cocina, vestimentas oscuras, tareas del hogar y consejos para mantener contentos a los hombres. Por si fuera poco, son conducidas con periodicidad a test de virginidad que aseguren que estén correctamente dispuestas para los inminentes matrimonios concertados que los propios familiares organizan impositivamente.

 

La debutante directora elige con acierto alejarse del camino de lo melodramático que otras cintas con temática similar han elegido seguir, consiguiendo un equilibrio que se digiere gratamente pese a las escenas espinosas que nunca- pese a lo duras- devienen en desagradables. Parte importante del logro lo consigue la música que mece y acompaña a la película, a cargo de la exitosa colaboración habitual del multiinstrumentista australiano Warren Ellis con el polifacético artista Nick Cave, autores y galardonados por bandas sonoras de películas como La Propuesta (The Proposition, 2005) o la inquietante La Carretera (The Road, 2009). De hecho, repitieron victoria con Mustang en los Premios César.

Como hilo conductor y base narrativa, Lale (Günes Sensoy), la más pequeña de las hermanas, es erigida como protagonista y su mirada rebelde e inquieta es el periscopio por el que atendemos a todo lo que acontece dentro y fuera de la casa. Su aire jovial y sonrisa franca unidos al amor y cuidados que se procesan las hermanas, se extienden durante el metraje impregnando la retina con las risas de las niñas y bellas fotografías que palían los momentos más oscuros que están por venir.

Este acierto se sustenta con un ritmo y montaje firme pero ligero, que no cae en la aceleración, permitiendo saborear cada fotograma y la puesta en escena de los personajes sin producir en ningún momento sensación de desconexión de lo que se nos está tratando de contar. A este respecto, las interpretaciones en especial de las hermanas son muy talentosas, en particular el de la mencionada Lale, cuya joven madurez es entrañable a la par que un tanto triste.

 

Por norma general, quizás por instinto u automatismo, aquello que nos desagrada o nos inquieta sobremanera causando un efecto inmediato, no deja muchas veces un poso considerable que revierta más allá de la reflexión del momento; tal vez se diría que estamos vacunados ante lo sensible dada la cantidad de dramas que observamos a diario o que no permitimos que lo que se nos muestre con crudeza nos acabe afectando en demasía. Por esto mismo, la habilidad y temple de Deniz Gamze Ergüven en lograr transmitir más allá de lo superficial, generando conciencia, abordando una historia dura incluso con gusto, pero asimismo con franqueza y respeto, ensalzan el valor de la película y la convierten en toda una victoria.

 

 

Fuentes: Industry Report: Market Trends, 2014 (Thomas Schwartz)

 

Lily Lane (Liliom Ösvény): no es un cuento para niños

Lily Lane (Liliom Ösvény): no es un cuento para niños

Fotografía bajo Copyright de Daniel Bogdán Szöke. Todos los derechos reservados.

El húngaro Benedek Fliegauf (Oso de Plata-Gran Premio del Jurado de la Berlinale 2012 por „Just the Wind “) volvía 4 años después al festival alemán presentando su particular manera de contar historias con Lily Lane (Liliom Ösvény, 2016)

 

Entre las zonas urbanas y verdes de Budapest, alejadas del masificado centro turístico, nos narra Fliegauf – autor asimismo del guion – la historia de Rebeka (Angéla Stefanovics) y su hijo de 7 años Dani. La madre, una joven recientemente separada de semblante distante y un tanto turbado, relata cada noche al pequeño un cuento que no podría definirse como infantil ni propicio para su edad. Dos de sus protagonistas, Fairy (hada) y Hunter (cazador) parecen atormentar la vida de la pequeña Honey (cielo/cariño) con una cierta crueldad injustificada.

 

Fuera de sus vidas no mucho más parece existir, pues el filme nos mantiene ajenos al resto del mundo que les rodea, a excepción de las conversaciones y discusiones por internet de Rebeka con su expareja. En su universo íntimo y diminuto, madre e hijo disfrutan juntos de excursiones y actividades, pero no transmiten la naturalidad que podría esperarse, pues un clima cargado y la expresión algo perdida de Rebeka nos hacen conjeturar muy bien no sabemos qué. La hipnotizante labor interpretativa a lo largo de todo el filme de la actriz Angéla Stefanovics no debería pasar desapercibida en el panorama europeo, con una mirada en mayúsculas que recuerda a una de las chicas de moda de Hollywood como es Alicia Vikander (fabulosa en la reciente La chica danesa, 2015)

 

El director húngaro experimenta lo común y lo ordinario con la cámara: filmando a ambos nadando bajo el agua – de una realización muy meritoria -, recorriendo lentamente las ramas de un árbol o metiéndose dentro de los ojos del pequeño al estilo home video footage (filmación casera con videocámara en mano sin encuadres firmes) No es algo nuevo en Fliegauf, quien parece curioso y buscar un sello propio. Por ejemplo, en su cinta de cine experimental Vía Láctea (Tejút, 2007), describe con enorme sutileza en el uso de la fotografía el universo desde diferentes planos de la cotidianidad: niños haciendo piruetas en bicicleta, madres caminando y llevando un coche de bebe, etc. y todo ello con un gusto que suele encontrar la belleza en lo simple.

 

A medida que avanza el filme, ahora flashbacks de momentos felices, para luego unas ciertas tenebrosas escenas similares a sueños demasiado reales: ¿fragmentos de la mente, heridas abiertas?

La cinta supone un lento exorcismo de los propios demonios internos de alguien que ejerce a su vez la difícil labor de madre. Tan solo cuando ésta comunica al pequeño la muerte de su abuela – a la que nunca llegó a conocer – algo parece rasgarse levemente en su semblante y las piezas del puzle siguen apareciendo para que intentemos juntarlas con sentido.

Por su parte, el cuento poco infantil sigue cada noche y se va tornando más oscuro y desasosegante, convirtiéndose en actor protagonista y fundamental para que entendamos la historia.

La atmósfera algo triste y sombría incluso rodando a plena luz del día, retrotrae un tanto a la pequeña joya sueca Déjame Entrar (Let the Right One In, 2008) y al igual que ésta, parece ser avenida a carne de film de culto con un más que probable remake norteamericano.

 

Un final a la altura de la película incita a la reflexión y demuestra que, con un evidente modesto presupuesto, el talento y el saber desgranar con originalidad una historia son mimbres suficientes para hacer un buen cine. Desde hace un tiempo venimos adivinándolo: en Hungría hay vida más allá de Béla Tarr.