Una invitación a dejar de esperar

Una invitación a dejar de esperar

Hace algunos meses escribí en estas mismas páginas, un artículo sobre el documental Demain (2015), dirigido y producido por la francesa Mélanie Laurent y su marido, el también cineasta Cyril Dion. Ahora, desde otra ciudad que nada se le asemeja a Barcelona, vuelvo sobre mis propias divagaciones para hablaros sobre el film, Qu’est-ce qu’on attend? (2016), de la francesa Marie-Monique Robin.

Desde principios de este mes, el documental puede verse en la mayoría de cines de Bruselas, incluida la sala independiente Vendôme, donde tuvo lugar la Avant-Première y en la que Robin se mostró más bien resuelta ante un público hastiado por el calor. A qué esperamos, preguntó como si la respuesta fuese obvia y, al mismo tiempo, ninguno supiese qué contestar. Así es como el documental interpela al espectador, tan sólo mostrando un modo de vida posible, una realidad que de hecho ya existe: la cerca de los 2200 habitantes de Ungersheim, un pequeño pueblo situado en la región francesa de Alsacia.

Ungersheim es una localidad denominada «en transición», esto es, en proceso de abandonar los recursos fósiles como el petróleo para reducir así la huella ecológica. Por ejemplo, con terrenos adquiridos por el ayuntamiento que ahora son huertos ecológicos y de reinserción social; con cooperativas y comedores que abastecen a varias localidades aumentando la empleabilidad local y el autoabastecimiento; con construcciones que respetan el medioambiente y en las que trabajan los propios vecinos, algunos ya jubilados; con una moneda local, los radis; y con jornadas de concienciación en la escuela, a la que los niños, por cierto, llegan cada día en coche de caballos. Éstas son algunas de las imágenes que se muestran en el documental cuyo protagonismo absoluto lo tienen sus vecinos y, en especial, su alcalde y promotor del proyecto, Jean-Claude Mensch.

El documental ha de entenderse como una carta de presentación, también como una invitación a unirse a este «movimiento» que aglutina ya a 460 localidades en todo el mundo. No obstante, se echa en falta una perspectiva crítica por parte de la periodista, quien se limita a filmar –en muchas ocasiones sin previo guión– el día a día de unos vecinos orgullosos con su nuevo estilo de vida. Pero, ¿cómo trasladar estas prácticas a otras localidades? ¿Es posible llevar a cabo estas medidas en grandes ciudades? Fueron preguntas como éstas las que llevaron a Marc de la Ménardière y Nathanael Coste a su particular aventura, a recorrer el mundo en busca de respuestas, a producir a su vuelta a Francia la película Enquête de Sens (2016).

Que en los últimos años el debate sobre el medioambiente y el cambio climático ha ido desplazándose de ciertos sectores afines al ecologismo hasta convertirse en tema de agenda de partidos políticos es un hecho esperanzador. Ahora bien, la Cumbre de París de 2015 fue un fracaso pese a que los medios la catalogaran como el gran «acuerdo histórico» sobre el medioambiente, lo cual explica también por qué el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, ahora parece querer salirse del grupo. Y es que ya no se trata tanto de buscar posibles soluciones a los problemas actuales –entre otros motivos porque algunos de los cambios experimentados por el planeta ya no tienen marcha atrás– sino de interrogarse acerca de por qué no los ponemos en práctica. De la importancia de la cohesión social y de los movimientos colectivos, pero también de la necesidad de un cambio de paradigma en el que los valores de sostenibilidad primen más allá del rendimiento económico, versan todas estas producciones cinematográficas. De lo que vendrá en un futuro si no aprendemos de nuestro presente.

Jazz a la koxkera

Jazz a la koxkera

Como cada año por estas fechas, muchos esperan ansiosos la programación del festival de jazz que cada mes de julio se celebra en Donostia-San Sebastián y cuyo mismo nombre, “Heineken Jazzaldia”, suscita dudas sobre el orden de prioridades que lo inspira. Pues bien, el pasado día 24, en la solemnidad del Teatro Victoria-Eugenia, se hizo, por fin, pública la ansiada programación con especial hincapié en la participación de 35 grupos vascos en la edición de este año, la 52ª de este longevo encuentro jazzístico. Diré para empezar -y evitar, de paso, malentendidos- que apuestas por grupos locales en un mundo tan global e internacional como el del jazz me parecen, quizá también por mi condición de instrumentista, no sólo plausibles, sino absolutamente necesarias para crear un tejido cultural sólido. Ojalá no quedaran en mera anécdota, y la programación musical fuera en Euskadi más consistente a lo largo de todo el año. Pero este tema da para un artículo diferente que no descarto en otra ocasión que más venga al caso.

Lo que en este de hoy me interesa señalar no es tanto la loable apuesta por otorgar espacios a músicos locales en un festival internacional, sino la terminología que se utiliza para comunicarlo. Y es que el titular que se pudo leer en los medios, y puede aún consultarse en el apartado de noticias de la página oficial del evento, dice lo que sigue: “el jazz vasco tendrá una presencia muy destacada en el Heineken Jazzaldia”. En una primera lectura, podría parecer que no hay nada en él que dé pie a la reflexión. Acostumbrados, como estamos, a que el adjetivo “vasco” califique prácticamente la totalidad de la producción artística y cultural de este país, tendemos a olvidar que las palabras tienen significado, además de por lo que directamente denotan, también por lo que connotan o insinúan.

¿Qué es, en efecto, el jazz vasco? Una podría imaginarse que, así como llamamos “música vasca” a aquella que tiene unos rasgos distintivos que provienen, por ejemplo, del folklore, por jazz vasco entenderíamos aquel que pretendiera transmitir esos mismos rasgos, fusionándolos, de algún modo, con las armonías y los ritmos propios del género jazzístico. Por supuesto que esta definición precisaría de matizaciones que requieren más espacio que el limitado de este artículo. Pero supongamos, si no es mucho suponer, que esa podría ser una condición necesaria, si no suficiente, para justificar el uso del adjetivo “vasco” en este contexto del jazz. Y supongamos también, como llevamos haciéndolo históricamente, que la música vasca es aquella que hace uso de instrumentos, melodías y ritmos asumidos como propios de la tradición vasca. Allá por el siglo XIX y principios del XX, a la música académica se le adjudicó -y ella asumió de buen grado- un papel político en la formación de las identidades nacionales, de modo que este tipo de recursos musicales comenzó a utilizarse para la creación de una música específica de cada país o territorio. En el caso vasco, hay varios ejemplos que podrían utilizarse aquí, sin perjuicio de que muchos de ellos entrarían en múltiples contradicciones. ¿Es, por ejemplo, música vasca la zarzuela “El Caserío” de Jesús Guridi, perteneciendo, como pertenece, a un género eminentemente español y abundando en armonías propias del wagnerianismo, sólo por el hecho de que incluye una ezpatadantza y algunas canciones populares vascas? Otro debate inagotable.

La cuestión del idioma podría parecer determinante a este respecto. Lo hemos visto, y seguimos viéndolo, en la literatura. En muchas librerías se cataloga como literatura vasca la que está escrita en euskara. Pero ¿qué sucede con la literatura que, aun teniendo a un vasco como autor, está escrita en castellano? Que tenemos que cambiar de sección para encontrarla. Y es que estaríamos tomando por vasca sólo la literatura que utiliza el euskara como medio de expresión, obviando otras características como podrían ser las temáticas o los géneros. La cosa no es, por tanto, tan simple. Pensemos, por ejemplo, en lo que ha venido en llamarse “rock radical vasco”. En este caso, la lengua pasa a un segundo plano y el mensaje políticamente subversivo y rebelde parece ser la auténtica razón que justifica el calificativo. Porque a nadie se le ocurriría calificar lo que hace Álex Ubago de música vasca…

Pero, centrándonos en el tema que nos ha traído hasta aquí, si nos detenemos a examinar cuáles son esos grupos de “jazz vasco” que se han programado para esta edición del Heineken Jazzaldia, veremos que ninguna de las características aquí expresadas a modo de esbozo tiene algo que ver con ninguno de esos 35 grupos. Lo primero que llama la atención es que muchos de ellos ni siquiera son conjuntos de jazz. Pero, además, ninguno de los que incluye voz canta en euskara todos sus temas. Y ninguno utiliza instrumentos folclóricos. En los vídeos y audios que están disponibles en la web, no se escucha arreglo alguno sobre temas populares vascos. Y todos, excepto dos, tienen sus nombres en inglés o castellano. Algunos son homenajes a John Coltrane, Dizzy Gillespie o Thelonius Monk. Es decir, lo único vasco en esta programación es el lugar de nacimiento u origen de los músicos. ¿Basta eso para que su música sea considerada “vasca”? No lo niego, pero suscita todo un debate.

Si algo he pretendido dejar claro a lo largo de estas líneas es que el concepto de lo vasco, cuando va unido a cualquier tipo de expresión artística o cultural, resulta extremadamente inconsistente y se utiliza con escandalosa arbitrariedad. No se trata además de una arbitrariedad inocua, sino calculada. Porque es desde las instituciones, públicas y privadas, desde donde se decide qué merece llevar ese apellido y qué no, en función de la potencialidad política o mercantil que la cosa en cuestión tenga. Pero el jazz, sigue siendo jazz. O ¿es el fútbol del Athletic fútbol vasco porque sus jugadores lo sean? Ni Mozart, por tocarlo yo, va a ser música vasca, por mucho que a él le habría gustado que lo fuera.

Como no sucumbir al sueño en el teatro

Como no sucumbir al sueño en el teatro

Portada de la obra «Gerard Richter, une pièce pour le théâtre», del artista Mårten Spångberg

Aquel jueves de mayo amenazaba lluvia, como muchas otras tardes en esta ciudad. Era, por tanto, el día idóneo para acudir al teatro de la rue de Laeken, cuya sala principal acoge desde la edición 2006-2007 el Kunstenfestivaldesarts, el festival internacional dedicado a la creación contemporánea que llena salas y espacios de Bruselas. Con las entradas ya en la mano, releí el título de la obra elegida, un tanto al azar: Gerhard Richter, une pièce pour le théâtre, del artista sueco Mårten Spångberg. Mi acompañante se encogió de hombros también ante el desconocimiento del “chico malo” de la danza contemporánea, como lo definieron en un artículo de The Guardian en julio de 2003. Con algo de retraso, se apagaron las luces y el espectáculo comenzó.

Y siguió comenzando trascurrida más de una hora, pues la sensación de permanecer siempre en el punto inicial de la obra hizo que el público no tardase en toser repentinamente, retorcerse en la butaca hasta acabar por escabullirse de aquel tormento, dejando la sala medio vacía. Me incluyo en el grupo de espectadores aturdidos y aburridos que salieron de allí sin comprender qué estaba sucediendo, sin apenas escuchar el discurso monótono de los bailarines, que movían sus cuerpos en secuencias repetitivas de pasos, de un ir y venir de ninguna lado a cualquier otra parte. Ignoro si quienes aguantaron heroicamente la segunda mitad de la obra lo hicieron por respeto o por ignorancia. O por ambas.

De regreso a casa, algo contrariada y desilusionada, pensé en el libro que esperaba en mi escritorio desde hacía algunas semanas. Aquella noche comencé La civilización del espectáculo, el ensayo del escritor peruano Mario Vargas Llosa, galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 2010. Quizás esperaba encontrar una respuesta a la pregunta que da título a este artículo o más bien una explicación a por qué, de unos años a esta parte, hemos dejado de reconocer el arte. “La cultura, en el sentido que tradicionalmente se ha dado a este vocablo, está en nuestro días a punto de desaparecer”, sentencia Vargas Llosa a lo largo de un escrito que destila melancolía y también derrota. La banalización de las artes -y en concreto de la literatura-, el desprestigio del periodismo y la frivolidad de la vida política han desfigurado la noción de cultura que hasta nuestros días nos servía de faro, auspiciando así la mediocridad y convirtiendo cada expresión artística en mero entretenimiento.

Según el autor, quien parte de la obra Notes Towards the Definition of Culture, publicada en 1948 por T.S. Eliot y de la posterior reinterpretación que elaboró George Steiner en 1971, son muchos los aspectos que han conducido a nuestra sociedad a esta deploración de la cultura: desde la laicicidad del Estado de Derecho que ha separado la religión de la vida cotidiana de los ciudadanos hasta la casi desaparición de la figura del intelectual propia del siglo XX, pasando por la distorsiones políticas y los juegos de poder, así como la sexualidad y la pérdida del erotismo. La relatividad se impone como eje vertebrador de las experiencias humanas y, por tanto, artísticas.

En una sociedad hiperconectada y acelerada como lo es la nuestra, la perdurabilidad de las obras de arte acaba por difuminarse, aspirando a la obtención de un producto cultural, capaz de aplacar momentáneamente las ansías del saber. Un libro que se olvidará y que se leyó sin demasiado esfuerzo, un retrato que ya no se sabe a quién perteneció, una interpretación despojada de sentido y virtuosismo. Quizás hasta un artículo repleto de dudas y sin solución.

 

Eduardo Mendoza: un cervantes con humor quijotesco

Eduardo Mendoza: un cervantes con humor quijotesco

Para una apasionada de la literatura, de los libros y de su idioma, como lo es una servidora, el 23 de abril es una fecha muy especial en el calendario anual, y no sólo por las ferias del libro que se celebran en tantas ciudades del mundo (o por ser el día de Castilla y León, mi tierra) sino, también, por el Cervantes.

El Premio Miguel de Cervantes, que se creó en 1976, premia, desde entonces y cada año, lo más granado y distinguido de la literatura escrita en lengua española. El premio se da a conocer a finales de año pero la entrega del mismo se hace, por motivos simbólicos, el 23 de abril del año siguiente; y seguir la premiación ese día es ya, para quien suscribe, toda una tradición. Claro que este año no se pudo cumplir con hacer la entrega del premio el mero día 23 de abril y fue el pasado jueves 20 cuando se llevó a cabo la ceremonia del Premio Cervantes 2016.

Este año el premio cobra un sentido especial. Ya se suponía que tras el escritor mexicano Fernando del Paso (Premio Cervantes 2015), el ganador de este año sería de nuevo un literato español y, efectivamente, el premio recayó nada menos que en las manos, o mejor, en la pluma, del entrañable escritor barcelonés Eduardo Mendoza.

Eduardo (me voy a permitir aquí tutearlo por las muchísimas horas de lectura que hemos compartido sus páginas y yo) es un excelente escritor, un virtuoso de la palabra española como pocos quedan y un creador con una imaginación difícilmente igualable. Todo ello lo hace un digno merecedor del galardón que se le acaba de conceder.

“Nunca esperé recibirlo”, declaraba modestamente Eduardo en su discurso, y es que, lamentablemente, un autor que dedica gran parte de su obra al humor, no espera ser considerado para tan importante galardón. Es necesario sobrepasar el prejuicio del género humorístico como género literario menor para darle, con seriedad, el lugar que merece. El jurado del Premio Cervantes parece haber superado en esta ocasión el prejuicio, haciendo además justicia a la obra cuyo nombre lleva el premio.

El Quijote es la obra emblemática de nuestra literatura española y Cervantes, el autor por excelencia de nuestras letras. Su grandeza literaria es la que llevó a poner su nombre mismo a este importante premio, pero parece que a menudo nos olvidamos de que ese libro enorme y gordo que con tanto pesar leemos de pequeños, es una obra cómica; y su prominente carácter humorístico no sólo no le resta valor, sino que incluso se lo eleva, pues lo humorístico no quita lo valiente, o, en este caso, lo valioso.

Pocos autores alcanzan la maestría cervantina en el uso del humor. No es tarea fácil. Eduardo Mendoza es uno de los pocos escritores de nuestra lengua que lo ha conseguido desde el ejercicio serio y comprometido de su actividad literaria. Ese humor inteligente, fino y tan natural en él, bien vale un Premio Cervantes.

En su discurso, Eduardo rindió un emotivo homenaje a Cervantes y al Quijote. El escritor reconoce haber hecho cuatro lecturas “cabales” de la obra. Durante la primera, en sus años adolescentes, declara que “De Cervantes aprendí que con el idioma se podía hacer cualquier cosa”, y vaya si lo aprendió. La verdad sobre el caso Savolta, su primera novela, y para algunos todavía hoy la mejor lograda de su producción, es una clara muestra del exquisito manejo que se puede llegar a hacer del lenguaje, con sencillez y elegancia (claro, que no cualquiera puede lograrlo).

Ya en su madurez, Eduardo se adentró en una tercera ocasión en la obra. “En aquella lectura del Quijote descubrí y admiré el humor que preside la novela, […] un humor que no está tanto en las situaciones ni en los diálogos, como en la mirada del autor sobre el mundo. Un humor que camina en paralelo al relato y que reclama la complicidad entre el autor y el lector. Una vez establecido el vínculo, pase lo que pase y se diga lo que se diga, el humor lo impregna todo y todo lo transforma.”

Ese tipo de humor que en complicidad con Cervantes descubrió el escritor, es el mismo tipo de humor que nosotros, lectores, en complicidad con Eduardo, descubrimos en gran parte de su obra. El misterio de la cripta embrujada (y la subsiguiente saga de novelas del detective anónimo) va más allá de la parodia y la novela negra; Sin noticias de Gurb es mucho más que un esperpento surrealista. Se necesita haber establecido un vínculo especial con Eduardo, haber alcanzado una complicidad personal con él, para compartir ese humor y ahondar en las problemáticas y críticas presentes tras él.

La literatura de lengua española y la literatura propiamente española, estarán siempre en deuda con Eduardo por su valioso legado literario y por tantas sonrisas generadas. Pero sin duda, quien más le debe a este barcelonés de nacimiento y de corazón, es precisamente Barcelona, su consentida, la constante protagonista de su obra. Más allá de La ciudad de los prodigios, excepcional testimonio sobre la vida de la ciudad de Barcelona, el conjunto de la obra de Mendoza es un documento histórico sobre la evolución real y cotidiana de esta ciudad española a lo largo de las últimas décadas.

Mucho se le ha preguntado en estos días sobre su próximo proyecto o si ya está escribiendo alguna nueva novela. Sus supersticiones, dice, no le permiten hablar sobre ello, pero no tardaremos mucho en enterarnos cuando vea la luz una nueva creación suya. Lo que tardaremos un poco más en conocer, veinte años exactamente, es el legado que Eduardo ha dejado guardado en la tradicional caja depositada en la Universidad de Alcalá de Henares por los ganadores del premio. Veinte años. En veinte años sabremos cuál es ese legado elegido por Eduardo, pero su legado literario (aunque todavía pueda aumentar) lo tenemos ya a nuestro alcance. Y el humor está garantizado.

‘Frágil equilibrio’ en la 30ª Semana de Cine en Medina del Campo

‘Frágil equilibrio’ en la 30ª Semana de Cine en Medina del Campo

(Fotograma de Frágil equilibrio)

Medina del Campo (Valladolid) es una población que tiene un entorno histórico y arquitectónico impresionante, con el castillo de La Mota como su máximo exponente, principalmente porque durante el reinado de los Reyes Católicos -y sobre todo por la reina de Castilla Isabel I-, se construyeron o empezaron a erigir algunos de los edificios más importantes de aquella época. En esta ocasión el motivo por el que volví a mi tierra es porque del 10 al 18 de marzo se celebró la Semana de Cine que este año cumplió su trigésima edición con este certamen de cortometrajes. En dicho entorno histórico además de muchas y diversas proyecciones nacionales e internacionales, se celebraron conciertos y hubo exposiciones relacionadas con el cine, como Platea. Los fotógrafos miran al cine que estaba en la Plaza Mayor y mostraba cuarenta obras de fotógrafos españoles relacionadas con el séptimo arte.

A lo largo de la semana también se concedieron premios honoríficos. Este año el Roel de honor fue para la actriz Ángela Molina por su extensa carrera. Rodrigo Sorogoyen fue reconocido como Director del siglo XXI, siendo Que Dios nos perdone (2016) su trabajo más reconocido con seis nominaciones en los Premios Goya. Las menciones de actores del siglo XXI fueron para Carlos Santos e Ingrid García Jonsson.

En cuanto a las películas galardonadas, Frágil equilibrio (2016) de Guillermo García López se alzó, al igual que en los Goya, con el premio al mejor documental. Esta película es de esas obras que me llaman la atención por su título y me incitó a verla. En ella nos adentramos en las vidas de personas de diferentes países con culturas, costumbres, ideas y religiones muy distintas pero con algunos componentes generalizados. Conocemos a un ejecutivo japonés; a un español que acabó siendo desahuciado y vive como ocupa en una vivienda en Madrid; a un grupo de hombres, la mayoría procedentes de Mali, que subsisten en un monte de Marruecos mientras esperan su oportunidad para escalar las vallas de Melilla y aventurarse en suelo español. Con tales diferencias geográficas y políticas, ¿de verdad estos hombres tienen algo en común?

El narrador de esta historia es José Mujica, ex presidente de Uruguay, quien comparte sus ideas y planteamientos en relación al hombre y la humanidad. A través de sus palabras, las imágenes nos van envolviendo en las diferentes realidades en estos países y en esas vidas seleccionadas. Son planos bellos, incluso cuando nos muestran las atrocidades que la humanidad está cometiendo en nuestro ecosistema contaminando el aire o el agua. Lo mismo sucede con las imágenes ralentizadas que nos revelan diferentes tipos de población que van de acá para allá realizando su vida cotidiana. En el caso japonés además es motivo de reflexión y contraste porque la vida allí es tan sumamente ajetreada que esa ralentización no disminuye esa cotidianidad, sino que la potencia.

En este trabajo se plasman las diversas luchas en las que está inmerso el ser humano: contra el trabajo y la soledad. En primer lugar, lo que nos suele llegar a través de los medios de comunicación son los graves problemas derivados de la carencia de trabajo y esto está representado por el hombre madrileño que cuenta su drama personal que le llevó a perder a su familia y su casa, hasta el punto de ser desahuciado. Tiene que subsistir como puede, por lo que se convirtió en un ocupa en un «piso patada», como lo llaman en algunos lugares que conocí.

Luego están los hombres que huyen de su país por las guerras que están arrasando con todo y tratan de llegar a Europa para tener una posibilidad de sobrevivir y así poder ayudar a sus familias. Tienen tan poco para poder vivir el día a día que lo comparten. Hay imágenes de cámaras nocturnas que captan la marcha de muchísimas personas recorriendo a pie entre 10 y 15 kilómetros para llegar a la frontera y avalanzarse sobre esas vallas dotadas de cuchillas entre Marruecos y Melilla. Esto también nos resulta muy familiar por las noticias, así como una serie de propuestas basadas en que Europa no puede albergar a la población de otros tres continentes porque no hay recursos suficientes. Sin embargo, esos países sí tienen los recursos pero no los medios ni la paz para poder desarrollarse. Lo que nos podemos preguntar viendo todo esto es ¿Europa no puede hacer nada para mejorar la situación de esos continentes? El dilema está servido, al igual que los intereses económicos de unos y otros.

Por último, nos descubren una realidad que tal vez no es tan conocida o no se expone tanto: aquellos que viven para trabajar. No tienen vida porque su trabajo es tan exigente que les impide tenerla. Y sienten ese vacío que tratan de llenar con aquellos objetos materiales que les gusta y pueden permitirse comprar sea cual sea su precio porque les ocasiona una falsa sensación de momentánea felicidad. Sin embargo, el vacío sigue ahogando su vida siendo el fiel compañero del estrés. De hecho, Japón es uno de los países donde más gente se suicida y es algo que también se refleja en un momento del documental con un suicidio en el metro. Tremendamente impactante. Todos nos estremecimos.

Frágil equilibrio es un documental que destila inteligencia de principio a fin. Nos presenta unas ideas -con las que se puede estar de acuerdo o no- y una serie de existencias sin maquillar acompañadas de planos inteligentes y bellas imágenes. Cuando una obra me hace reflexionar mientras estoy disfrutándola pero sobre todo me sugiere una serie de interrogantes y reflexiones que me hacen pensar en ello durante días, créanme que no considero esa obra solo como buena. Es brillante. Magnífica.

Miradas de mujer

Miradas de mujer

Uno no puede llegar a imaginarse cómo se sentirán estas mujeres. Pasado ya un tiempo, diez años. Qué sintieron la primera vez que una cámara fotográfica les miró de cerca, enfocándole sus rostros compungidos por el miedo, a veces también por la tristeza, otras simplemente acobardadas de tanta lucha. Somos incapaces de experimentar ese dolor, esa angustia de quien es violada por un guerrillero y acto seguido repudiada por su familia; o para quien la vida se termina el día en que sus hijos y su marido desaparecen, sin dejar rastro, y una les llora porque no puede hacer ya más nada. Las injusticias de la guerra que siempre recaen en los más débiles, en los inocentes, en aquellos que se dan de bruces con el horror.

Y la miseria y el hambre y niñas mutiladas y mujeres olvidadas. Sobre once historias como éstas trata la exposición Eleven Women Facing War, una muestra del trabajo minucioso y documental del fotógrafo Nick Danzinger, y que desde el pasado 8 de marzo –qué apropiado, cuánta corrección– puede visitarse en el Parlamentarium, en Bruselas. Con el apoyo del Comité Internacional de la Cruz Roja (ICRC, son sus siglas en inglés), Danzinger recorrió países como Sierra Leona, Afganistán y Colombia, donde conoció las historias de estas once mujeres: Nasrin, Zakiya, Mah-Bibi, Efrat, Olja, Dzidza, Qualam, Amanda,Sarah, Shihnaz, Mariatu. Diez años más tarde, volvió para rencontrarse con ellas y acercarnos así un poco más esta realidad incomprensible a la que me refería unas cuantas líneas más arriba. A estas alturas, preguntarse por qué resulta un ejercicio demasiado pobre.

Y junto a las 32 fotografías que componen la muestra, Danzinger también incluye los videos que filmó durante su primer encuentro, en el 2001. Cuando te paras a escucharlas, te percatas de que sus voces suenan trémulas, un tanto desconfiadas, como si supiesen de antemano que relatar su intimidad no les hará salir de allí, ni paliar su dolor, ni si quiera evitar otros crímenes como el suyo. Pero aún así se esfuerzan por hacernos partícipes de su sufrimiento, aunque nosotros no vayamos a entender (casi) nada.

A continuación, los 11 vídeos recopilador por el Canadian War Museum.

Elisa Pont