El canto del mundo

El canto del mundo

La lectura de un libro singular de Marina Perezagua (Sevilla, 1978), publicado en septiembre de 2019, me ha provocado un fogonazo, una sacudida mental, en unos momentos de publicaciones literarias, en el ámbito hispanohablante, en los que me encontraba a punto de tirar la toalla y retirarme para volver a los clásicos. ¿Había alguna novedad que valiera la pena leer a finales de 2019? Sí, la había: Seis formas de morir en Texas (Barcelona, Anagrama). En esta novela se cuenta, por un lado, la historia de un hombre que busca la paz para su familia china en el seno de una tradición budista. En su búsqueda comete crímenes, sobornos, depreda y huye finalmente desistiendo de su empeño. Pero el verdadero hilo conductor de la obra lo constituyen las palabras de una mujer que se (re)construye a sí misma desde las cuatro paredes de una celda en el corredor de la muerte, en una prisión estadounidense.

El chispazo desencadenante de la trama argumental es la bala que le disparan a Zhou Hongqing, un preso del centro penitenciario de Guangzhou (China), que no le produce la muerte inmediata para así poder extraerle el corazón del cuerpo aún vivo. Este órgano lo recibe un estadounidense quien ha pagado una elevada suma por él.  A Linwei, hijo del ejecutado, y más tarde a Xinzàng, el nieto, les embarga una única ambición: concluir la búsqueda del corazón de su padre-abuelo para apagarle la vida, pues según su creencia, una parte de su shen, que se transfiere y anida en los hijos, está en el corazón, y hasta que este no deje de latir, el espíritu de la persona muerta no descansa. Edward Peterson (Austin, Texas), que recibe el órgano, muere de muerte natural. Su hijo, James T. Peterson será el donador de esperma para que la madre de la protagonista, de la segunda, aunque más importante línea argumental, pueda tener descendencia. Ahí se juntan los recorridos vitales: Xinzàng, quien en EEUU se hace pasar por Zhao, y Robyn, la joven e inocente portadora del shen de aquel abuelo chino, que es ciega desde un accidente sufrido a los 7 años, en 1992. Esta desgraciada persona – “niña topo” (p. 24)-, al regresar una noche a su caravana, alcoholizada y drogada, encuentra a su madre muerta de once cuchilladas. Según le cuentan a Robyn, le falta el corazón. El asesino no aparece y es a la hija a quien acusan de haber matado a su madre. Aquí empieza lo que se desarrollará durante toda la novela como una puesta en abismo de las actuaciones policiales y judiciales en EEUU; y de forma paralela, la revelación de las prácticas de asesinatos en la República Popular China, pues Zhou Hongqing fue solo uno de los casi once mil ejecutados (p. 19) cada año durante la década de los ochenta por los mismos motivos. Robyn es encarcelada, maltratada, juzgada a los 16 años. Su sentencia es la pena de muerte, cuya forma (una de las «seis formas de morir en Texas») podrá ella elegir por ley. Después de 16 años en el corredor de la muerte, a los 32, decide ponerse a escribir cartas “como testimonio y como despedida” sobre su vida. Se las dirige o bien a su padre – quien a cambio de devolverle la vista a su hija biológica dándole sus propias córneas recibirá el corazón de Robyn -; o bien a Zhao, quien se convierte en su representante legal. El arco temporal-espacial abarca desde el 2 de febrero de 1984 en el patio central del centro penitenciario de Guangzhou, hasta el 31 de diciembre de 2017 en el zoológico del Bronx, Nueva York. Esta exactitud documental es solo una gota de agua en el océano novelesco. Sabemos que la inserción de elementos documentales en un universo de ficción ha producido numerosas obras de arte el las últimas décadas, tanto en el cine como en literatura. Pero la dimensión de lo documentado en este libro de 281 páginas, se compensa con la franqueza límpida, diáfana, de la voz de un narrador omnisciente que mueve y organiza los capítulos, rompe expectativas, hilvana un desarrollo saltarín de la trama, teje una urdimbre que pone entre las cuerdas nuestra propia y asimilada cordura de lectoras. En nota a pie de página (p. 149-150) se explica: “Tanto esta como todas las escenas y descripciones referidas en este libro a la práctica ilegal de trasplantes de órganos en China están documentadas y se corresponden con casos reales. (…) Fuentes e indagaciones rigurosas atestiguan que estas operaciones siguen practicándose”; y a continuación se dan detalles bibliográficos de estudios e investigaciones sobre los asesinatos masivos. A las informaciones adicionales en forma de notas a pie de página se le añaden varias páginas de notas con datos bibliográficos y referencias online.

 Seis formas de morir en Texas es una novela unívoca y plural a un tiempo. La unicidad viene dada por el tema central: “la extracción de órganos humanos de prisioneros para abastecer el floreciente negocio de trasplantes” (p. 150). Ahora bien, en el universo de ficción que divisamos a través de una inteligente composición y una trama sub-versiva, desestabilizante, aparece una pluralidad de voces y de materiales narrativos. La mirada (voz) omnisciente revela desde las primerísimas líneas que “de todas las crónicas, ninguna entraña tanta dificultad a quien intenta comunicarla como la que sucede dentro de los límites del ser humano … Yo, que cuento la historia que leerán a continuación, puedo distinguir a vista de pájaro las grandezas y las ruindades de las mentes que la pueblan. Allí donde el lector ve solo una frase a mí se me despliega la panorámica de las conductas” (p. 13). Por un lado, se nos coloca en el interior de quien vive y experimenta la certeza de que va a morir. Esta persona que hasta el momento de su escritura no “ha vivido” sino que solo es, va creciendo como persona con entidad propia conforme va adquiriendo saberes y sabores reales. Quienes leemos somos testigos de los entresijos y redes de su mundo interior, que, por ficticio, no deja de ser real. A su vez, nos presenta la relación que ella misma establece con el mundo a sus costados: otras reas pendientes de ser ejecutadas, maltratadas como ella misma por los guardianes. Las vejaciones que sufren se condensan en tres palabras en la entrada de su diario del día 10 de octubre de 2017: “Me han violado.” El resto de la página queda en blanco. Silencio. Es la voz del narrador quien retoma el hilo del relato contando cómo reacciona Robyn después de la violación: lavándose de forma convulsiva. No denuncia: “Sabe que las violaciones son comunes y conoce la impunidad de los guardias” (174). Como en un acto de globalización, la voz narradora explica y expone que “A la misma hora en que Robyn escribió esas palabras, en el mundo sucedían infinidad de cosas tan ajenas como, en cierto modo, conectadas a su violación, al sudeste de un país que se llama España“ (pp. 175-179).  Se describen hechos reales acaecidos en 2012 en una finca de Fuente el Álamo (Murcia): cómo tres trabajadores de una granja y su dueño matan a palos golpeándolos en la cabeza y en todo el cuerpo a cinco cerdos sin razón aparente. Una granja fácil de ubicar en nuestra geografía dado que aparece el nombre real. A continuación, se nos lleva al noreste de China, en las riberas del río Liao, donde existe lo que se denomina una granja de personas: los sótanos de un hospital donde se extraen de personas vivas sus órganos para trasplantarlos a otras que han pagado grandes sumas de dinero por ellos. Es esta la importancia de ver lo que se nos oculta, porque “Lo que se nos oculta significa” (p. 246).

Ya sabemos, pues, qué está pasando. Fogonazo. Robyn, la joven que no fue y ha devenido en ser, inventa y crea gracias a sus textos -poéticos, narrativos, reflexivos, descriptivos- su libertad interior, la convierte en “el canto del mundo” y nos la ofrece englobándonos en su/nuestra realidad. Al final, somos depredadores si no pertenecemos a esa especie particular que ve en el otro el creador del canto del mundo.

Vitalidad y obsesión, el amor de Delabroy-Allard

Vitalidad y obsesión, el amor de Delabroy-Allard

Pauline Delabroy-Allard fue uno de estos fenómenos que se viralizan antes de ser publicados debido a las polémicas ajenas a su contenido, o no, en las que se ven envueltas. Por su relativa juventud que recordaba a otro fenómeno reciente, el de Sally Rooney, porque su prosa recuerda a muchos a Margarite Duras y es precisamente Les éditions de minuit quien la publica, la misma que publicó a Duras, pero sobretodo porque una profesora de 30 años desconocida hasta la fecha se quedó a las puertas de ganar el prestigioso premio Gouncourt, uno de los mas importantes de Francia, un premio que solo ha premiado a 14 mujeres en mas de 100 años de historia y que casualmente volvía a premiar a un hombre dejando a Delabroy como finalista. En España nos llegó a principios de verano (Lumen) y yo, que a menudo soy muy impaciente, lo había comprado ya en semana santa en una librería francesa de Montpellier, pero como no se demasiado francés leí apenas 20 páginas y no fue hasta este verano que pude disfrutar de la obra completa, ya en castellano. La leí entre trabajos de verano, compromisos familiares y viajes y las circunstancias me han llevado a alargar hasta octubre esta reseña. Así pues, ahora ya sí, voy a hablar de la obra de Pauline Delabroy, quien nos habla a su vez de Sarah.

Voy a hablar de Sarah es una novela romántica en el sentido más becqueriano de la palabra, visceral, sentimental, trágica. Porque el amor a menudo es eso, una corriente que llega de repente y se nos lleva, que nos envuelve, que nos atrapa, que nos empapa, una tormenta. La escritura de Pauline Delabroy es espontanea, descriptiva y a menudo incluso puede parecer frívola. Utiliza frases cortas y muchas veces inconexas pero que son muestras de estas ganas de vivir, de fundirse con su entorno, de dejar que los acontecimientos ocurran y se precipiten, que sigan su curso. La protagonista de esta novela es una joven madre soltera (igual que Pauline) que, aunque está manteniendo una relación con un joven búlgaro (al parecer no demasiado apasionada), conoce a Sarah en una fiesta de fin de año y se ve sorprendida por su vitalidad y frescura, se escriben días después y pronto empieza a pasar cada vez más tiempo con ella hasta descubrir en ella el amor.

Así es como, la madre soltera que hasta entonces obsesionada con la palabra latencia como descripción de su momento vital, descrito en la novela como «el tiempo que media entre dos grandes momentos importantes», se encuentra arrastrada por su relación con Sarah, una relación muy intensa y a menudo conflictiva que se convierte en el centro de su vida y que termina por quitarle el sentido a todo lo demás. Muchos hemos vivido relaciones así, esos días en que nada más importa, en que cualquier otra cosa, familia, estudios, amigos, hobbies, se convierten en un mero trámite entre alejarse de la persona amada y volver a estar con ella. ¿Que ocurre cuando esa sensación no desaparece?¿Cuando se vuelve perpetua?¿Cuando el amor se convierte en miedo a perder a la persona amada?¿a no ser capaz de vivir sin ella?. Esos deseos y esas preocupaciones se vuelven más fuertes dentro nuestro y nos llevan prácticamente a la locura. De eso habla Pauline Delabroy-Allard en su novela y no tendría mucho sentido decir mucho más sobre eso, porque ella lo explica mucho mejor que yo.

Su escritura me cautiva en varios aspectos, por su concreción, porque muchas veces, cuando más parece que no está ocurriendo nada ocurren cosas importantes. Y porque desprende una vitalidad profunda que impregna todos los escenarios y todos los personajes. Una vitalidad que se confunde con enfermedad, con locura. Me recuerda personalmente, quizás porque lo tengo fresco, al Muerte en Venecia de Mann y por supuesto, a una de las mayores inspiraciones de este, Nietzsche. La locura es esa arma de doble filo que nos hace más vitales que los cuerdos, pero por supuesto más propensos a perder el control que estos. Se que esta rentrée viene muy cargada de novedades interesantes, pero si os quedó pendiente y lo que os he contado hasta ahora os parece que pega con vosotros, leedla.

Fiestas que se vuelven desagradables: Hombres vistos por mujeres y mujeres vistas por hombres.

Fiestas que se vuelven desagradables: Hombres vistos por mujeres y mujeres vistas por hombres.

Me da reparo afirmar que me sentí identificado parte de «Había una fiesta» o que entendí o me sentí cercano a cómo se sienten las protagonistas de esta presente novela. Porque por mucho que me interese la literatura femenina, como los que habéis leído otras reseñas mías ya habréis deducido, no soy una mujer y no tengo ni idea de cómo es la experiencia de ser mujer. Lo que si que puedo decir es que siempre trato de preguntar a mis amigas, conocidas y familiares por sus experiencias y trato de estar atento a todo lo que sucede alrededor de ellas por el hecho de ser mujeres. Porque a menudo siento que me acerco más al feminismo cuando trato de acercarme a la idea de qué significa ser mujer en las experiencias particulares de ellas que en las lecturas más abstractas de Butler o Federici (aunque esto último también ayude).

Así que cuando leí que María se sintió intimidada y sola por el hecho de que su amiga Nadia flirteara con un italiano que minutos antes había contribuido a casi asfixiar a su amiga forzándola a beber alcohol a través de un tubo, pregunté a amigas y familiares de edades diversas por experiencias similares. No tardaron en hablarme de fiestas y viajes en los que tenían que soportar a tipos siniestros y babosos a menudo porque una de sus amigas se sentía complacida con que alguno de ellos le riera todas las gracias. Así fue como me di cuenta de como de universal resulta esta corta pero intensa novela.

«Había una Fiesta», habla de un grupo de cuatro amigas, María, Nadia, Jero y Paula, que viajan en el verano de sus dieciocho años a la costa italiana. Un viaje que está condenado a complicarse y que desencadena en una experiencia traumática. La narración no nos habla tanto de la experiencia en si, cosa que agradezco puesto que se estila últimamente un gusto por la morbosidad y los detalles escabrosos que no comparto demasiado, sino de cómo afectan las situaciones que viven sus protagonistas durante el viaje y los diversos incidentes que suceden en él a raíz de la personalidad de cada una de ellas que se va dibujando tanto en el presente novelado como en diversos flashbacks.

Paula y María, que comparten inquietudes artísticas, la primera por la literatura y la segunda por la música, se presentan como más introvertidas y reflexivas, mientras Jero y Nadia son mas terrenales y alocadas. Pero la novela también va de cómo unas influyen a las otras y como no siempre todo es blanco o negro. Son precisamente las reacciones inesperadas, las que se salen del rol en el que parecen estar encasilladas, las que más determinan el desarrollo de los acontecimientos. Por el camino vivimos con ellas un gran número de situaciones que resultan incomodas, no siempre por ser muy graves sino por ser reiteradas y constantes, simplemente por el hecho de ser un grupo de chicas jóvenes que viajan solas, da sole, como les recuerda uno de los impertinentes hombres que las increpan sin motivo alguno. Resultan situaciones frustrantes por las inseguridades que les acaban generando, por lo invisibles que a menudo resultan y se convierten en deseos de que el mundo fuera diferente. No es de extrañar que terminen por mostrarse a la defensiva delante de cualquier acercamiento masculino, tenga las intenciones que tenga y vivan mas tranquilas teniendose solo unas a otras.

Con quien me sentí más cercano es con María, quizás porque la novela le da un peso especial a ella. Tal vez porque mi carácter y el de personas cercanas a mi es parecido al de ella o quizás porque todos en el fondo queremos ser como María y que alguien un día de repente nos diga que tras toda esa inseguridad e introversión existe un fuerte potencial por descubrir y explotar, que llevamos mucho más dentro de lo que mostramos y que nuestra personalidad es mucho mas completa y rica de lo que nosotros mismos habíamos creído en un principio, pese a todas las piedras en el camino. Porque María admira a Jero y Nadia por su ímpetu y naturalidad sin saber que la admiración es recíproca por motivos diferentes.

Finalmente, la novela da un mensaje que no tiene tanto que ver solo con la feminidad y es que con frecuencia se llega a un momento en la vida (a menudo son mas bien momentos) en los que nos damos de bruces con la realidad, con lo que llamamos el mundo adulto, y descubrimos que aunque tratemos de disfrutar del momento y de seguir adelante siempre pese a cualquier problema con la esperanza, aún infantil, de que al final todo va a salir bien no todo siempre termina bien, no todo está siempre bajo nuestro control y la vida no perdona siempre que dejemos cosas para mas tarde. Es una reflexión interesante, aunque nos hagan madurar a base de golpes nos hacen madurar al fin y al cabo. Como dice Marina en su libro, la vida parece detenerse, pero a pesar de todo, sigue adelante.

Leí en una entrevista a Marina donde comentaba que a veces le cuesta acabar de entender porqué hay hombres que leemos su novela y que tiene curiosidad por saber qué sacamos de ella. Esta novela no entraba en mis previsiones de reseñas, pero ha terminado por gustarme más de lo esperado y esa entrevista terminó por picarme. Siempre es bueno ver nuestra actitud desde el otro lado del espejo. Es cierto que a veces tenemos comportamientos inapropiados sin darnos cuenta, comportamientos que tienen poco que ver con una relación entre iguales y mucho que ver con la cosificación de la mujer que tenemos delante, incluso con mujeres a las que aprecio mucho me ocurre a veces y cuando me doy cuenta me siento muy mal por ello y hago todo lo que puedo para no repetirlo. También les ocurre a algunos hombres de la novela, y mientras la lees resulta muy evidente pero cuesta mas juzgarse a uno mismo. Por eso creo que lo mas importante para mi es que nos comuniquemos y nos escuchemos y perdamos el miedo a ser revisados y a revisarnos a nosotros mismos.

 

Vuelve el festival berlinés Heroines of Sound, feminismo, música y género sin épica

Vuelve el festival berlinés Heroines of Sound, feminismo, música y género sin épica

Foto con copyright: Udo Siegfriedt

El pasado fin de semana el espacio multidisciplinar Radialsystem, en Berlín, acogió la sexta edición de Heroines of Sound, un festival comisariado por Bettina Wackernagel dirigido a pensar críticamente cuestiones de feminismo y género en la música electrónica (en un sentido amplio de todos los términos que te parezcan problemáticos de esta frase). El programa está articulado como una mezcla entre mesas redondas con conciertos al uso. Este año, los debates  versan desde la actualidad de los problemas de representación de las mujeres en la industria musical o a la escena musical en la electrónica en Sudamérica (es decir, temas directamente vinculados con el género) a problemas de la práctica artística, en concreto, el error, el daño y el cuerpo la interrupción como estrategias estéticas. Los programas de concierto, en principio sin una línea curatorial interna clara en cada uno, ponen el énfasis en tres estrenos (a AFG, Laura Mello y Judit Varga), el interés en la escena sudamericana -como es explícito en la mesa anteriormente señalada- así como el acuerdo con Hungría (cuyo actual gobierno es poco sospechoso de feminista y eso hace aún más urgente este tipo de cooperaciones) y Eslovenia dentro de un proyecto de Europa Creativa. Todo ello queda reforzado por una publicación con textos de Hannah Bosma, Janina Klassen, Christa Brüstle o Helen Hess, así como de artistas como Clara Maïda, Jutta Ravenna o Susanne Kirchmayr. Insisto tanto dentro como fuera de este marco en la necesidad de potenciar la investigación de y por mujeres -en concreto, por lo que nos ocupa aquí- en el ámbito musical, pues sigue siendo escandaloso en gran número de voces masculinas que copan todos los espacios de la palabra -y el sonido-. Asimismo, creo que es muy relevante, especialmente en la música contemporánea, dotar de más espacios para el aspecto teórico, en la medida en que es crucial el cruce entre lo conceptual y lo sonoro. Hay que asumir (¡e incluso celebrar!) que la relación inmediata con las obras de arte deseada por tantos románticos es solo una utopía. El ejercicio por desentrañar las mediaciones, justamente, es donde radica el esfuerzo estético y también -sobre todo- político en el arte.

El programa  del primer día, interpretado de forma excelente por el ensemble LUX:NM, se abrió con el estreno de Pig in Note Out, de Laura Mello, que pese a ser compuesta para saxofón, trombón, acordeón, cello, piano y electrónica, sus lugares más potentes eran aquellos en los que los instrumentos por separado establecían diálogos con la electrónica, como el cello en la apertura o el piano en su parte intermedia. El estreno de Anamorphose 01, de Judit Varga, a continuación en el programa, fue uno de esos ejemplos en los que las visuales no siempre favorecen o dialogan bien con el trabajo sonoro. Las visuales, creadas por Volkan Mengi, seguían esa estética noventera de los wallpaper de Windows 98, creando movimientos serpenteantes de tuberían de cuadraditos o de rayas, resultaban plenamente anodinos para el potencial rítmico, obsesivo de las distintas células melódicas que construían la obra. La relación fluctuante a nivel sonoro, trabajada desde un cuidado dibujo de volúmenes crecientes y decrecientes (como una visita contemporánea a lo deseado en los cohetes de Mannheim…), era mucho más micrológica que lo que el vídeo presentaba. La primera parte se cerró con la simpática Oh, I see, de Carola Baukholt, donde unos ojos gigantes sirven no solamente como personajes que interpelan directamente al oyente mediante un gesto tachado socialmente, que es el mantener fijamente la mirada, sino que además convertían al propio escenario en un ser vivo. Es curioso cómo dos ojos caricaturescos proyectados en dos bolas como las de hacer pilates, de pronto, resignificaban todo el espacio del concierto. Estas bolas, además,  servían también como aparatos de percusión que invitaban a la desubicación de la escucha. Quizá por un exceso de mickeymousing en el trabajo sonoro y centralidad de los ojos, los lugares de más potencial musical llegaron, justamente, cuando los ojos se cerraron y la música tuvo que reivindicar su lugar, renunciando a efectos predecibles y buscando un sonido más compacto.

La segunda parte estuvo marcada por los tres encargos de la Ernst Siemens Musikstiftung -que fueron estrenados meses antes-. El primero, Mole’s breath, de Lisa Streich, continúa la estética de la interrupción que ha venido desarrollando con su ensemble y cello motorizado, esta vez incluyendo pequeños motorcitos dentro del piano, que hacen que su música siempre genera una sensación de distanciamiento del propio espacio de concierto. Centrada, en esta ocasión, en la respiración, en esa actividad constante que posibilita las demás, y que, además, está articulada por procesos que solo de forma micrológica pueden ser analizados. Algo así sucedía con su propuesta, marcada por una disección de los gestos musicales. El Concierto de piano de Oxana Omelchuk, toma como punto de partida la relación entre el original y la copia, aunque no tanto como otros compositores que tratan de repensar esta relación entre tradición y actualidad, sino más bien desde la presencia e importancia del remix hoy en día. Para ello, extendía el piano tradicional en cinco teclados Casio que le permitían al mismo tiempo espacializar y pensar de forman expandida -más que en el ahora sí ya tradicional piano expandido cagiano- el trabajo melódico. Se creaban  así grandes planos sonoros que convergían y divergían en las cinco voces -que al mismo tiempo eran una- en los teclados Casio. Quizá fue la obra con más enjundia de la noche, en la medida en que su propuesta no trataba de buscar esos lugares de autoironía, como busca Simon Steen Andersen, por ejemplo, o de revisita del pasado, como Alberto Bernal, sino más bien deformar hasta el límite la creencia de que es necesario partir de un original para crear copias. Solo la copia hace al original un original y, por tanto, no es original en absoluto pues no es autónomo. Esto se conseguía, justamente, con un trabajo sonoro circular, por decirlo de alguna manera, que desdibujaba el principio y el final, mostrando también la artificialidad de la división del tiempo. Scrap, de Annesley Black, con una potente propuesta de electrónica en vivo, fue la más radical a nivel sonoro, tratando de pensar de forma micrológica los recovecos y posibilidades de particulas sonoras mínimas. De este modo, la electrónica generaba la pregunta de cuáles serían sus componentes más allá del marco de los parámetros musicales habituales. El resto de días, el programa lo formaron obras de Charo Calvo, Elsa M’bala, ALE HOP,  Andrea Szigetvári, Tatiana Heuman o KSEN. 

He de reconocer que no termina de convencerme el nombre el festival: heroínas del sonido. Justamente porque rechazo recuperar la idea romántica de héroe, tan vinculada al genio, a la superación -por medio del autodominio y del control de la naturaleza- de las afrentas, a la virilidad de la victoria, a favor de los procesos, la fragilidad, la vulnerabilidad y otras formas de creación. Pero, al mismo tiempo, en la medida en que las mujeres seguimos sin tener un espacio de agencia en ningún ámbito más allá de los vinculados a los cuidados y al hogar, exigir espacios de sonido y en la cultura es una heroicidad. Así que tenemos que ser heroínas hasta que no haga falta relatos épicos para narrarnos.

Sayaka Murata, la existencialista nipona

Sayaka Murata, la existencialista nipona

Confieso que soy un apasionado de la ficción japonesa. Goza de una sensibilidad por la individualidad y los temores y peligros de la sociabilidad que es capaz de hacer que los introvertidos de todas las partes del globo empaticemos con ella. Supongo que era cuestión de tiempo que existiera una Sayaka Murata. Una escritora joven de treinta y nueve años que después de varias novelas de distribución intranacional ha conseguido llevar una fuera de los horizontes del país nipón. Nos ha traído con ella, un personaje extraño. Como si de una versión femenina y orientalizada del Maursault del Extranjero de Camus se tratara, que tiene, como él, vocación de convertirse en universal.

La Dependienta tiene desde luego buenas perspectivas. Ya ha sido traducida a más de 30 lenguas y en España nos llega de la mano de Duomo ediciones, una editorial que de vez en cuando nos trae muestras de buen olfato literario y de Marina Bornas, una ya habitual de las traducciones del país del sol naciente. La novela en cuestión nos habla de Keiko, una joven que vive atrapada, por propia voluntad en un trabajo de aquellos que llegan en principio como temporales y precarios, principalmente para estudiantes, pero que a veces en algunas circunstancias se convierten en permanentes.

Keiko lleva la friolera de dieciocho años trabajando en un Konbini, lo que aquí conocemos como colmado o tienda veinticuatro horas. Desde la época en que estudiaba y necesitaba un trabajo así, una época que no terminó de superar. Keiko, que le supone un gran esfuerzo improvisar ya que le cuesta sentirse natural en situaciones sociales nuevas, encuentra en el trabajo en el Konbini un refugio. El Konbini le ofrece la estabilidad que necesita. Tiene unas normas a seguir, una rutina que siempre se repite y un conjunto de respuestas a cualquier situación que pueda darse dentro de él. Keiko se siente cómoda siguiendo un manual de instrucciones al pie de la letra y la cuesta entender las razones por las que un compañero de trabajo puede querer saltárselas.

A Keiko le cuesta relacionarse. No solo eso sino que le cuesta entender las motivaciones por las que la gente se relaciona, se casa o emprende una carrera laboral determinada. Siempre se ha visto a si misma como un bicho raro y por eso tiene que inventarse excusas para satisfacer a su insaciable entorno. Un entorno que se muestra insistente, que quiere respuestas sobre la vida privada de Keiko y que no duda en interrogarla. Sus compañeros de trabajo, sus antiguas compañeras de universidad, nadie entiende porque sigue sin casarse y sigue trabajando en un Konbini. Y ella solo busca la forma más eficiente para que la dejen tranquila.

La novela nos viene a contar eso. Como de rechazada puede sentirse una persona cuando no sigue los patrones sociales que siguen los demás. Como la sociedad se construye en grupos de adaptados y excluidos entre aquellos que aceptan las reglas sociales del juego y los que no. Una presión social muy presente en Japon y que es especialemente opresiva sobre las mujeres solteras. A partir de cierta edad socialmente no se entiende que una mujer que no haya encontrado marido o un buen trabajo, o preferiblemente ambas cosas.

Como Camus, referente reconocido por la misma Murata, sus textos reflejan lo absurda que a veces resulta la vida social y un cierto tinte de pesimismo en el momento de encontrar alternativas plenamente satisfactorias. Murata nos lo explica desde la voz narrativa de Keiko, que rápido vemos que parece sacada de otro planeta, y que se siente perdida en un mundo que no termina nunca de entender. Una voz narrativa obsesionada con el lugar donde trabaja y profundamente oprimida por la invasión de su intimidad que supone cualquier contacto social. Una voz narrativa que tiene algo de autobiográfico ya que Murata confiesa no poder vivir sin una rutina perfectamente detallada todos los días y también conocer muy de cerca los Konbinis. La autoficción siempre convierte la ficción en algo más interesante.

Abbott, Meier y la fotografía en Nueva York

Abbott, Meier y la fotografía en Nueva York

A la fotógrafa neoyorquina Vivian Meier alguien la salvó del olvido al encontrar los 120.000 negativos que, sin revelar, se habían abandonado en un sótano oscuro de la ciudad. Foto Colectania se hizo eco de la fotógrafa “misteriosa” y expuso su obra en Barcelona en 2016, en colaboración con la Fundación Canal de Madrid. Ahora, la Fundación Mapfre expone la obra de Berenice Abbott, otra mujer pionera en la fotografía y ligada irremediablemente a la ciudad que nunca duerme.

No es del todo casual que Estrella de Diego sea la comisaria de esta muestra que reúne hasta 200 imágenes de una de las fotógrafas más destacadas de la primera mitad del siglo XX. La conexión, el viaje que en 1934 emprendieron el pintor Salvador Dalí y Gala -la Gala “creadora”– a Nueva York, en plena reforma de su casa en Portlligat. Un viaje que años más tarde culminaría con en el Pabellón El sueño de Venus, construido por la pareja con motivo de la Exposición Universal de Nueva York en 1939.

Allí estaba Berenice Abbott (17 de julio de 1898, Ohio – 9 de diciembre de 1991, Maine) para capturar a través de su objetivo el desarrollo y la transformación urbanística de la ciudad, que vivió un momento de expansión y boom económico al tiempo que se esforzaba por resurgir de la gran crisis del crack de 1929.

La exposición Berenice Abbott. Retratos de la modernidad, disponible hasta el próximo 19 de mayo, se divide en tres grandes secciones. Una primera parte dedicada al arte del retrato, con grandes figuras de la época inmortalizadas por su cámara, como James Joyce, Djuna Barnes, Jean Cocteau o Edward Hopper. También una serie dedicada a Eugène Atge, fotógrafo con quien Abbott descubrió el “documentalismo artístico” y la fotografía testimonial que años más tarde desarrollaría de vuelta a Estados Unidos.

La ciudad de Nueva York, monumental, ambigua, impotente y contradictoria en su propia definición, constituye la segunda parte de la exposición, y a mí manera de ver la más interesante. Y por último, una amplia producción fotográfica relacionada con la ciencia, especialmente con la física, en colaboración con el Massachusetts Institute of Technology (MIT).

Abbott fue pionera en muchos aspectos. Por ser mujer, artista y viajera en una época en la que la libertad femenina era una excepción, pero también por lo revolucionario de su visión fotográfica, por esas imágenes de rascacielos enormes que parecen hechas con drones; de ese Autorretrato-distorsión, fechado en 1930, y que bien podría considerarse precursor del uso ahora indiscriminado de los filtros.

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* Fotografía: Berenice Abbott  West Street, 1932 | © Getty Images/Berenice Abbott