por Camilo Del Valle Lattanzio | Ene 14, 2017 | Cine, Críticas |
American honey (2016) es una película sobre el desamor. La obra de Andrea Arnold es un colorido filme que logra atrapar al público en la contemplación del abismo terrorífico del nihilismo norteamericano. La película muestra los colores sintéticos de ese nihilismo azucarado, del pop que habla constantemente de un amor que no llega, de esas canciones nostálgicas en un paisaje deprimente y despojado de toda profundidad. La película recuerda inevitablemente a esa tradición del cine americano que ha llevado a la pantalla grande la triste realidad white trash, el patio trasero del American dream, el desierto del consumismo norteamericano: pienso por ejemplo en dos clásicos como Gummo (1997) de Harmony Corine y Kids (1995) de Lary Clark. La película de Arnold logra sin embargo dar en el centro de lo que se han propuesto retratar las otras películas: la realidad norteamericana es aquella de la soledad profunda, la soledad en medio de una sociedad llena de promesas de comunidad (banderas, agrupaciones, sindicatos, etc.). Estados Unidos es una pancarta desolada en medio del desierto de una carretera sin fin, una pancarta prometiendo una felicidad rápidamente adquirible, como el destapar de una Coca-cola.
“We found love in a hopeless place” dice la canción que suena en el desahuciado escenario de un supermercado, justo allí donde la protagonista Star (Sasha Lane) se enamora al comienzo de la película de Jake (Shia LaBeouf). El encuentro es eso, un encuentro en medio de la desesperanza, justo el impulso necesario para descarrilar la monótona y tediosa vida de la protagonista. Star es todo lo contrario a una estrella, si bien es atractiva, es al mismo tiempo melancólica y triste, su brillo, sus pequeñísimas felicidades esporádicas dependen de su entorno, de la inmediatez de sus banales diversiones. Es por eso que le queda fácil entregar su vida a Jake: se une a su manada, a su grupo de adolescentes desesperados que deciden llevar una vida on the road vendiendo o estafando a las personas con revistas. El grupo está al mando de Krystal (Riley Keough), una matriarca que recolecta al final del día todas las ganancias de sus súbditos prometiéndoles así un ambiente de diversión entre drogas, sexo y alcohol, moteles y un contexto de manada en el que el más fuerte tendrá mayores ganancias. Las reglas del grupo son sencillas: todo debe encarrilarse a una sola meta, ganar dinero. El dinero es la primera máxima y es la que le da sentido, no solamente al grupo, sino a la vida de cada uno. La problemática principal de la película es que el descarrilamiento de Star, su deseo de estar con Jake se ve frustrado, ya que el amor y el dinero no se entienden en absoluto.
Jake termina, al parecer, enamorándose de Star y esto amenaza la supervivencia del grupo. Jake es un desahuciado como los demás y su fuerza radica en la protección que le proporciona Krystal al ser el maestro del engaño y el dandy recolector de seguidores. Jake es un nihilista juicioso y se ve en una situación problemática cuando su camino se bifurca por Star. El amor llega entonces como un accidente de luz. Jake le promete a Star, en una escena memorable de la película, mostrarle su secreto al responder a la pregunta de ella sobre sus deseos de futuro: la tensión crece al aclarar que nunca antes Jake le había mostrado este secreto a alguien más. Según él, el secreto solamente puede ser mostrado, su presencia basta para justificar todo. Sin embargo, al revelar que se trata solamente del tesoro de todos los objetos robados y del dinero acumulado durante todo ese tiempo, la idea de un secreto, de una promesa o de un sueño de futuro se frustra en el deseo consumista de la acumulación. Este banal deseo compartido es un deseo sin final pero manteniendo paradójicamente la falsa promesa de una vida futura, una vida feliz que, como una valla publicitaria, es solamente una promesa que termina en ella misma: el dinero, solamente el dinero.
La soledad americana, la soledad del individuo en la ácidamente dulce realidad de los Estados Unidos viene a expresarse en la cámara: los close-ups de Star le dan protagonismo a la perspectiva de este personaje, a su soledad en medio de la manada en la que trata de sobrevivir. Las imágenes de afecto (véase Deleuze) son el recurso principal estilístico de la película y no ha sido elegido en vano. El filme se hace a la búsqueda del individuo en medio del desamor del consumismo. En el contexto del consumismo, la alteridad se esfuma, el ego se alimenta hasta explotar y el desamor es tan amargo como la miel del pop, la amarga miel del nihilismo.
por Vic Lineal | Ene 9, 2017 | Cine, Críticas |
Eric Berne, psiquiatra nacido en Québec y de formación psicoanalítica, se hizo conocido al público por escribir uno de los primeros y más exitosos libros de la categoría que hoy denominamos autoayuda. Games People Play, publicado en 1964, es un libro a mitad de camino entre la pop psychology y la divulgación de la escuela psicológica que Berne había fundado: el análisis transaccional, una aproximación a la psicoterapia generalmente englobada en la psicología humanista.
El análisis transaccional surge en un momento en el que las ideas del psicoanálisis están en retirada en el mundo intelectual (y al mismo tiempo generalizándose en ámbitos como la publicidad o las políticas públicas) y, a la vez, como una alternativa al conductismo en auge. Como éste, abandona el lenguaje barroco y los constructos especulativos del psicoanálisis (aunque manteniendo una idea básica de la psique esencialmente psicoanalítica) y se centra en comportamientos observables externamente; pero en lugar de tomar una interpretación mecanística de causa-efecto se centra en las interacciones interpersonales como sujeto de análisis. Al calor del furor cibernético de los años 50, y de la misma forma que la teoría de sistemas familiares de Murray Bowen, el análisis transaccional entiende la personalidad (y por extensión la disfunción) como un proceso interactivo, incluso dialéctico, que sólo puede entenderse en relación al Otro.
Games People Play es un compendio de juegos psicológicos, patrones de interacción repetitivos y predecibles que, en palabras de Berne, sirven a sus participantes para estructurar el tiempo. Los juegos ayudan a explicar por qué la disfunción no se resuelve: quienes juegan obtienen un retorno, una recompensa, pero no los aparentes: la esencia de los juegos, lo que obtienen los participantes, no se encuentra en el contenido explícito de sus acciones o palabras sino en una capa más profunda, relacional. Como en todo código, en toda jerga que busca ocultar lo que de verdad está ocurriendo, los verdaderos motivos sólo se hacen evidentes ignorando el discurso explícito y observando las dinámicas relacionales que lo rigen. Por ejemplo, en el juego que Berne titula Why Don’t You – Yes But, un participante se presenta como víctima de un problema irresoluble, aparentemente pidiendo ayuda a sus interlocutores, pero descontando cualquier sugerencia con objeciones banales; en The Alcoholic, un adicto y la persona de la que depende se utilizan mutuamente como justificación para que nada cambie.
Un juego continúa hasta que una de las partes se cansa y «rompe» las reglas, pero esta ruptura también forma parte del juego: es la conclusión hacia la que se dirigía desde el principio. La observación clave de Berne es que esa ruptura es precisamente el «premio» del juego: la persona que se queja no lo hace para obtener sugerencias sino para reafirmar su posición de víctima de las circunstancias, y quien sigue proponiendo soluciones que son obviamente ignoradas insiste por la sensación de superioridad moral que obtiene de hacerlo. Los participantes están al tanto de las reglas no escritas, propone Berne: sólo un observador externo que no se fijara en el contexto interpersonal se tomaría literalmente el contenido de la conversación. Cada participante está jugando un papel, y cuando esos papeles son complementarios, cuando los participantes obtienen de ese papel la recompensa que necesitan, el juego es estable y puede prorrogarse indefinidamente.
Pero, si la ruptura está programada de antemano, ¿cómo termina el juego? Cuando uno de los participantes se sale del guión. Cuando una de las acciones no responde a la lógica interna del juego y rompe las reglas implícitas. Por ejemplo, en Why Don’t You – Yes But, el interlocutor puede reaccionar a que sus sugerencias se rechacen redoblando sus esfuerzos, o bien indignándose y culpando a la persona que pide ayuda de su incapacidad para resolver el problema; de ambas formas el otro jugador siente reforzado su papel de víctima impotente. Pero si el interlocutor decide «no hacer nada», dejar de hacer sugerencias y cambiar de tema, está subvirtiendo el objetivo, está saliéndose del papel y haciendo una jugada que no puede ser reinterpretada en el contexto del juego. E, inevitablemente, la reacción de quien pedía ayuda es «intentar devolver al otro jugador a su papel», restablecer el equilibrio disfuncional del juego. Porque los demás nodos del sistema, hasta ahora perfectamente cómodos en sus posiciones (independientemente del discurso explícito que tuvieran sobre su situación), van a presionar al «tramposo» de múltiples formas que terminan queriendo decir lo mismo: «Esto está mal, vuelve a tu sitio». Por eso en las relaciones disfuncionales la violencia, la agresividad, el control, la manipulación siempre escalan cuando se hace obvio que una de las partes está a punto de salir del sistema: la lógica colectiva del sistema tiende a su preservación.

Cartel de la película
J’ai tué ma mère, de Xavier Dolan, es una película sobre disfunción. Sobre una relación disfuncional larga, intensa y profunda, una relación cautiva: la relación entre una madre y su hijo. Y, sorprendentemente, es una película veraz. Que el hijo es una proyección del propio Dolan es transparente, y ha valido que muchas críticas recurrieran al adjetivo «autobiográfica» para describirla; pero no es veraz porque documente fielmente los hechos de la vida de Dolan (la estetización e idealización de ambos personajes es igualmente obvia), sino porque el enfoque de la historia desvela una verdad existencial que, precisamente, aleja a la película de los clichés narrativos sobre la disfunción. Dolan evita dos polos alrededor de los que suelen orbitar las historias audiovisuales de maltrato: ni existe la dignificación costumbrista de la víctima, que desde su pureza reúne una dignidad que desemboca en una justa rabia y un final feliz, ni presenta la intelectualización vulgar del ciclo de la violencia, la búsqueda de las raíces psicológicas profundas de la posición del agresor que, en el fondo, es también víctima de un pasado que no puede resolver. No hay contexto, no hay historia, no hay un arco vital que nos permita entender quién tiene razón y quién no la tiene: lo que hay es una radiografía de un momento de crisis de la relación, donde las reglas del juego están cambiando; el desconcierto y la ansiedad de sus participantes, que están a punto de pisar terreno desconocido. Y las viñetas que muestra, los bailes emocionales, las concatenaciones de acción y reacción, son veraces precisamente porque Dolan renuncia a intelectualizarlos o a exaltarlos, porque se limita a mostrar las miserias de dos personas perdidas en el umbral de un cambio de etapa.
Que la situación que Dolan muestra sea particular, que la familia infeliz que presenta sea infeliz a su manera, no evita la universalidad de la herida de la ruptura con la madre. Y al evitar tomar partido, al evitar construir un discurso de la culpa, Dolan levanta un espejo donde el espectador puede proyectar su propio proceso, su propia historia emocional: quizá por eso, y como cabría esperar, las críticas online a la película son absolutamente dispares en su interpretación.
por Carlos Ibarra Grau | Dic 26, 2016 | Cine, Críticas |
Existen dos tipos de cine: el representativo y el atemporal. El primero aborda los retos a los que se enfrenta el hombre de cada época, un espejo de celuloide de la sociedad; pueden tratar acontecimientos pasados, actuales o vaticinadores, bien sujetos a la realidad o a la ficción. En el segundo, el atemporal, no importa tanto un periodo o escenario político-social determinado sino la simple idiosincrasia de sus personajes y la interacción entre sus protagonistas, buscando así respuestas mediante la reflexión sobre su vida misma. Nos centraremos en éste, el atemporal, donde Paterson es un buen ejemplo y, con el tiempo, será un exponente.
El movimiento se demuestra andando. Vamos a andar.
Para hacernos un cuadro mental sobre Paterson cojamos un triángulo. Por su lado derecho, el minimalismo. “Menos es más” es una cita del arquitecto germano-americano Ludwig Mies Van der Rohe, jefe por excelencia de este estilo y padre de la arquitectura moderna, allá por los inicios del siglo pasado. Me explico.
Vivimos en una época con una exposición a estímulos como ninguna otra. Una sobreexposición, en realidad, ineludible a menos que el sujeto elija dejarlo todo e irse a vivir en medio de la naturaleza, como el protagonista de Into the Wild (2007). A más exposición, más ansías de alcanzar lo que nos exhiben y más frustración por no conseguirlo o no alcanzar lo suficiente. Paterson busca protegerse de esta feria de excitación y desnudar la realidad para incitarnos a pensar de un modo diferente, llevándonos al detalle despojado de distracciones superfluas.
Por el lado izquierdo del triángulo, la mirada. Suele decirse que los ojos son el espejo del alma. Para que el cine nos convenza, para que una historia nos agrade y nos compense haber gastado en ella dos horas de nuestro tiempo, las miradas deben de ser verídicas y convincentes. El ritmo, el guion, la música o la fotografía de poco sirven si las miradas de los protagonistas no son creíbles, si yerran y nos desconectan de la pantalla impidiendo el fin principal de cualquier película: la abstracción. En Paterson las miradas son auténticas y están cocinadas a fuego lento, sin prisas, por lo que uno no es consciente de que ha visto una excelente película hasta que ha llegado a casa y su mente la procesa, ya en la cama.
Y en la base del triángulo está el director de la cinta, Jim Jarmusch. Su cine, personal e independiente, paladea la calma, mima los diálogos con esmero y prima la sencillez por encima de todo lo demás. El protagonista de Paterson se llama Paterson y la ciudad donde vive se llama Paterson. Esto ejemplifica mucho de lo previamente expuesto. Paterson, encarnado por el actor Adam Driver (California, 1983) se despierta cada mañana a la misma hora sin necesidad de despertador, entre las 06:15 y las 06:25. Tras comprobar la hora en su reloj, acaricia los buenos días a su novia, que duerme plácidamente junto a él. Desayuno, trabajo, vuelta a casa, pasear al perro y cerveza en el bar: la vida de Paterson es una rutina metódica cuya única decoración son la poesía y los nuevos proyectos en los que con gran alegría se embarca su novia cada día. Esto es una simple rima asonante, ni siquiera merece llegar a poesía. Pero Paterson sí que la tiene.
Paterson, el protagonista, escribe en su cuaderno poesías sobre cotidianeidades, objetos tan simples como una caja de cerillas o una jarra de cerveza. Escribir es igual que soñar. Si tienes una vida trepidante soñarás con cosas trepidantes y si tienes una vida ordinaria soñaras con cosas ordinarias. La frase es de Pepe Colubi, un poeta bien diferente a Paterson pero asimismo reflexivo cuando habla de temas trascendentes y deja de lado la masturbación y el sexo con ancianos.
Y hay que reflexionar para conseguir apreciar la belleza en lo sencillo. La belleza en un diamante de 50 quilates es más clara de distinguir que en una copa de vino artesanal de madera. Paterson, la película, es esa copa de madera. Porque Paterson, el protagonista, ni tiene teléfono móvil ni lo quiere, así como tampoco grandes sueños o altas metas para el futuro porque no los necesita, es completamente feliz con la vida que tiene. El carácter efusivo y soñador de su novia Laura, interpretada por Golshifteh Farahani (Teheran, 1983), es un necesario contrapeso para equilibrar la película y demostrar que, en el amor, los opuestos se atraen. Él ama la vivacidad e ingenuidad infantil en ella y ella la serenidad y la bonhomía de su madurez en él.
Sin ser propiamente una comedia, las ocurrencias de Paterson provocan una risa sincera y espontánea, donde no se fuerza para agradar al espectador: el humor está diseminado en pequeñas dosis, interpretadas con tal naturalidad que encajan en la película con la facilidad de las piezas de un puzle para niños. La cinta muestra la vida de la pareja con un sosiego de ritmo constante, donde la voz en off de Paterson, el protagonista, nos relata poesías mientras éstas se escriben en la pantalla, a la vez que el poeta las escribe en su cuaderno.
Cada fragmento y cada objeto están cuidadosamente elegidos, donde no sobra ni falta ningún plano, porque todo lo que aparece tiene una función y lo que no aparece es porque no era imprescindible: el minimalismo. Los ojos de los personajes son francos, no tienden a la sobreactuación y transmiten fidedignamente mediante buenas interpretaciones lo que cada escena requiere de ellos: el poder de la mirada. Una obra tranquila y bonita, de diálogos muy elegidos y de humildad para con el proyecto: el cine de Jim Jarmusch. Triángulo cerrado. El cierre y el reforzamiento del mismo son la expresión facial de Adam Driver, que debería llevarle a una nominación en los Oscar. Paterson tiene una finalidad y es la de recordarnos, a través de la poesía y de una pequeña gran película, que la rutina también puede ser bella y sanamente edulcorante. La misión es, en resumen, valorar lo que uno tiene.
por Ainara Zubizarreta Gorostiza | Dic 22, 2016 | Artículos, Cine |
Parece ser que la Infanta Cristina tiene muchas ganas de que termine “esto” para no volver a pisar “este país”. La elocuencia de esta sencilla frase reside, sin embargo, más en lo que se sobreentiende de ella, que en lo que realmente dice. Por un lado, la culpa de “esto” que le está pasando la tiene para la Infanta “este país”. Por otro lado, la frase contiene una elipsis, valga el oxímoron, y es que es inevitable añadirle algún complemento al final. Se sobreentiende, pues, que a “este país” le falta un “de mierda”, “de miserables” o “de gilipollas”. Esto ha suscitado una oleada de tuits de gente que se ha sentido muy ofendida. Pero, al contrario de lo que cabría esperar, los ofendidos no han sido tanto los que ideológicamente pueden estar más cerca de la monarquía y se han sentido decepcionados con esta declaración antipatriótica, sino que las críticas han venido precisamente de quienes se sienten más alejados de la institución monárquica.
Algo parecido, salvando las distancias, ocurrió con las declaraciones que Fernando Trueba realizó cuando recibió el Premio Nacional de Cinematografía en septiembre de 2015. Con ese ya famoso “no me he sentido español ni cinco minutos”, el director se ganó las críticas de cierto sector que lo atacó por las redes sociales a través de, todo hay que decirlo, razonamientos tan simples como el trillado y cansino argumento de las subvenciones públicas que recibe la industria del cine o haciendo referencia a “los de la ceja”. En esta ocasión, los ofendidos también fueron los que ideológicamente se sitúan más alejados del cineasta. Por lo tanto, puede que estas reacciones no respondan tanto a una gran sensibilidad nacional, sino que, más bien, formen parte del gran deporte nacional de meterse con “el otro bando”.
Personalmente, me trae sin cuidado si la Infanta detesta el país que la ha mimado con tantos privilegios (no espero demasiado de las instituciones medievales), como tampoco me importan los sentimientos nacionales de Trueba. Lo que sí me parece digno de analizar es la (falsa) polémica que se ha creado alrededor de este discurso antipatriótico. Los premios (los que reciben los demás, se entiende) son siempre sometidos a la implacable opinión pública que se divide entre los que están a favor y los que están en contra de que el premiado sea el que es. Lo hemos visto este año con el polémico Nobel a Bob Dylan. Pero los premios sirven también para fomentar orgullos patrios, regionales y vecinales de diferente naturaleza. Ocurre especialmente en el día de hoy con la Lotería de Navidad, cuando todos los vecinos sacan el champán y los matasuegras a la calle porque a “uno de los suyos” le ha tocado el gordo. Algo así ocurrió también cuando Juanjo Mena recibió el Premio Nacional de Música 2016 y las redes sociales se llenaron de mensajes de orgullo de vitorianos y vascos que sentían el premio un poco suyo. Quizá algunos de estos aplaudieron en su día el discurso de Trueba, pero en esta ocasión no les importó que el premio recibido por el director de orquesta incluyera el mismo adjetivo “nacional”, porque, claro, esta vez nos lo llevamos para casa.
Trueba pronunció el discurso un año antes del estreno de su última película titulada La reina de España, una comedia folclórica ambientada en pleno franquismo. Se trata de una secuela de la exitosa La niña de tus ojos (1998) y se esperaba de ella que fuera uno de los grandes triunfos del año, supongo que porque el director era Trueba y el reparto incluía nombres como Penélope Cruz, Javier Cámara, Carlos Areces, Antonio Resines, Jorge Sanz, Loles León o Santiago Segura, entre otros. Sin embargo, el batacazo en taquilla ha sido monumental. Y la culpa de este fracaso parece haber sido de “este país”, en este caso, de ignorantes y vengativos. El mensaje se ha simplificado tanto, que ya nadie se ha parado a leer críticas u opiniones sobre la película en sí (que las hay, y no son demasiado halagadoras, por cierto: Filmaffinity ), sino que la opinión pública se ha dividido entre los que creen que “hay que ir” a ver la película para apoyar al cineasta de los ataques de unos fachas descerebrados (incluso se han podido leer algunos artículos en prensa como los de Jordi Évole o Juan Cruz) y los que han fomentado un boicot contra la película en twitter y creen que las declaraciones de Trueba son imperdonables. Sin embargo, cuando una se da un paseo por esta red social, se da cuenta de que el poder de convocatoria de ese boicot apenas llega a unos cientos de personas que difícilmente suman la fuerza suficiente para hundir una película.
El público ejerce su libertad al decidir si se compra o no una entrada para un espectáculo. Achacar un fracaso en taquilla a un supuesto boicot nacional es ridículo en este caso. De la misma manera que resulta algo arrogante presumir que un trabajo, por el solo hecho de ser de uno mismo, tiene que ser un éxito rotundo. He de confesar que no he visto la película y no tengo ninguna intención de verla. Y no lo haré, no porque quiera boicotear el trabajo de Trueba, sino porque no me suscita el más mínimo interés. Asumo el riesgo de perderme una obra de arte, de la misma manera que otros quizá deberían asumir que es la falta de interés del público lo que ha hecho que pierdan una millonada y no el absurdo enfrentamiento entre diferentes sensibilidades nacionales. Los medios de comunicación, por su parte, mejor harían en dedicarse a realizar un seguimiento de calidad de las cuestiones culturales de este país, en vez de invertir tiempo y dinero en elevar a categoría de noticia lo que por sí mismo habría pasado más que desapercibido.
por Javier Santana | Dic 19, 2016 | Cine, Críticas |
Las historias sobre figuras de poder encontraron un caldo de cultivo importante en el formato de la serie de televisión hace ya bastante tiempo (pensemos en aquella The West Wing, 1999-2006). No obstante, la convergencia entre este género y el de las series sobre antihéroes (madurado eminentemente con Breaking Bad, 2008-2013, pero en plena forma ya desde The Sopranos, 1999-2007) ha dado lugar a una evolución del género hacia un terreno nuevo, que desata en la pequeña pantalla todo el potencial de las ideas de Maquiavelo sobre la naturaleza del poder. Si este nuevo terreno ya fue abierto al gran público por la increíble House of Cards de Netflix (2013-), el genio del director italiano Paolo Sorrentino, de la mano de Sky y HBO, nos ha traído este año con su primer trabajo en este formato una obra que lo asienta: The Young Pope. (más…)
por Elisa Pont Tortajada | Dic 3, 2016 | Cine, Críticas, Evento, Libros |
«Queriéndolo, es cierto, uno puede también empeñarse en encontrar un orden en las estrellas, en las galaxias, un orden en las ventanas iluminadas de los rascacielos vacíos donde el personal de limpieza entre las nueve y la medianoche encera las oficinas».
Tiempo cero, de Italo Calvino.
Suena el despertador. Son las siete y cuarto de la mañana. Enciendo la luz. Gasto energía. Todavía somnolienta me dejo llevar por mis pasos torpes hasta el baño. Me ducho con agua caliente, hace frío. Gasto energía. Me tomo un café con leche. Gasto más energía: en calentar, en producir, en consumir. Bajo en ascensor. Más energía. Cojo el coche porque hoy llueve, y gasto más energía. En el trabajo la tecnología, la calefacción, la producción masiva, los ordenadores, el móvil, los desplazamientos… Y así un día tras otro, una persona tras otra, hasta sumar más de 7 mil millones en este planeta. ¿Qué hacer ante el desafío que supone nuestra propia supervivencia?
La interrelación directa entre la calidad de vida, el uso de la energía y la inversión económica es una verdad aplastante. No sólo lo dice el Catedrático del Departamento de Ecología de la Universitat de Barcelona (UB), Narcís Prat, sino que cualquier ciudadano mínimamente interesado por el hoy, que es ya mañana, se percata de esta correspondencia. Así lo expuso el pasado martes el profesor Prat en el Palau Macaya de Barcelona, en una conferencia un tanto desesperanzadora sobre el futuro posible de nuestro mundo. La contaminación que producen las 24 megaciudades que actualmente concentran a más de 100.000 habitantes es el mayor de nuestros retos, así como el gasto descontrolado de energía y recursos naturales, como ahora el agua.
Ante una situación alarmante como es la de nuestro presente, en el que alrededor de 900 millones de personas viven sin agua potable, por aportar un dato más, el debate en torno a un «futuro habitable» parece perderse en consideraciones únicamente consumistas. Por ejemplo, poco o nada se ha hablado de la reducción de los niveles de contaminación por emisiones de CO2 que experimentará Madrid ahora que su alcaldesa, Manuela Carmena, ha decidido restringir el tráfico en el centro de la ciudad en las fechas navideñas. La mayoría de medios de comunicación, tanto en televisión como en prensa, han presentado la noticia desde el punto de vista comercial, con opiniones más bien contrarias o directamente despreocupadas ante esta medida impulsada por el gobierno de la capital.
Y es que la manera en la que se presenta la información −matizo, el uso que se hace de ella−, tiene un papel decisivo en la configuración de un debate público apenas existente en la sociedad española. Estamos viviendo, como sociedad global, un momento crucial en la especie humana, pues los expertos hablan ya de un punto «de no retorno» a las condiciones medioambientales en las que surgió la vida humana, como argumentan Anthony D. Barnosky y Elizabeth A. Hadly en su obra Tipping point for the planet Earth: how close are we to the Edge? (MacMillan, 2015). Y ante esta evidencia aplastante, gobiernos, empresas, instituciones y organismos internacionales parecen querer mirar hacia otro lado. Se celebran cumbres, como la de París, se firman tratados, se hacen fotos, pero poco más.
Precisamente de una entrevista a los dos autores citados anteriormente, nace el documental Demain (2015), dirigido por Mélanie Laurent y Cyril Dion. Una película que pretende ir más allá de la mera exposición de datos y cifras, y muestra un verdadero abanico de posibilidades para cambiar el modelo de vida actual. Un viaje alrededor del mundo, desde Estados Unidos, Copenhague, Francia o la India, para mostrar proyectos pioneros en la reformulación de la agricultura, la economía, la educación y la democracia.También la ciudad en la que vivo –Barcelona es un lugar de ida y vuelta− se están realizando proyectos interesantes, como las Superilles, que tienen como eje vertebrador la sostenibilidad, esto es, la conjunción entre el medio ambiente y el desarrollo social y económico de una ciudad. Y como Barcelona, muchos otros lugares podrían añadirse a esta lista.
No hay soluciones inminente. No esperemos tampoco un milagro.