Algunas lecturas del 2020 (y algunas propuestas para 2021)

Algunas lecturas del 2020 (y algunas propuestas para 2021)

No quisiera insistir demasiado en el tópico de que este año 2020 que acabamos de dejar atrás ha sido un año diferente, pero lo cierto es que lo ha sido también en el terreno literario. Algunas editoriales han tenido algunas reservas en publicar ciertos títulos en días de pandemia ya que las dificultades han sido evidentes; ha sido difícil realizar presentaciones, las librerías no siempre han sido accesibles y mucha gente ya tenía suficientes problemas laborales como para encontrar tiempo y ganas para gastar. Así pues, algunos lanzamientos se han pospuesto varios meses, incluso hasta 2021. Este año que empieza parece prometer muchas novedades esperadas, algunas de las cuales avanzaré más adelante, pero sobre todo lo que me apetecía hacer en estas líneas era un repaso de algunas de las lecturas que más me han gustado de este año que se ha terminado. Como siempre, aviso para navegantes, hay muchas novedades que no he leído así que mí lista es limitada. No busco hacer un ranking de mejores lecturas del año, ya que eso supondría haber leído una lista mucho más extensa de la que realmente he leído. El año también ha sido complicado para los lectores, incertidumbres laborales, distancia social y confinamientos han dificultado también la concentración de muchos. 

La verdad es que no recuerdo mucho del 2020 anterior a la pandemia, es un recuerdo difuso que pareció ocurrir hace años La primera lectura que considero que vale la pena comentar es posiblemente una de las novedades del año de la editorial Gatopardo. La primera novela de Alexandra Kleeman, con extenso y confuso título Tu también puedes tener un cuerpo como el mío, en realidad se publicó en Estados Unidos en 2015,  pero nunca había sido traducida hasta ahora. Me sorprendió que Gatopardo nos trajese una novela de una autora millenial, nacida en el 86, pero fue para mí una grata sorpresa. Otra sorpresa fue descubrir que la novela encajaba tan bien con el marzo de 2020, ya que nos hablaba de aislamiento, histeria colectiva y distopía pseudosectaria, no sabías si te estaba hablando de ficción o se trataba de una visión premonitoria. Escribí sobre él en Resuena así que no diré mucho más, podéis consultar el artículo aquí. 

Gatopardo parece seguir queriendo apostar por ficción millenial y nos traerá en febrero la novela, Temas de conversación de Miranda Popkey, que probablemente también reseñaré. Autora del 87, ha sido un éxito reciente en Estados Unidos este 2020 y parece que nos transportará aún más que Kleeman, si cabe, al universo literario millenial habitualmente comparado con otro de los éxitos del 2020, en su caso por la serie de su novela de 2018, Sally Rooney. Otra de las novelas millenials que tendremos este 2021 de la mano de la editorial Temas de Hoy es Días apasionantes de Naoise Dolan, autora de 28 años también irlandesa y también estudiante del Trinity College, las comparaciones con Rooney no faltan en ninguno de los numerosos artículos dedicados a su novela debut. La novela de Dolan habla de una joven bisexual irlandesa en Hong Kong en la que conocerá a un joven rico y a una atractiva mujer. Diferencias sociales, intimidad e ingeniosa comicidad marxista, las comparaciones con Rooney son imposibles de evitar pero no por eso deja de ser prometedora. La respetada escritora británica Zadie Smith ya le ha dado su sello de aprobación y ha sido una de las novelas del año en Estados Unidos, junto a Luster de la escritora afroamericana del año 90 Raven Leilani, que este enero llegará al Reino Unido y que esperemos que pronto llegue a España. 

Sería imposible hablar de novela millenial sin hablar de Panza de Burro de Andrea Abreu, que podemos considerarla casi nuestra Rooney canaria, con ya un montón de ediciones, traducciones y los derechos de una futura película concedidos. Abreu publicaba su primera novela con solo 25 años en julio en una edición modesta de la editorial Barret y Sabina Urraca, que hacía de editora por un libro, y lleva ya más de 15.000 ejemplares vendidos. Una novela sobre dos amigas íntimas de poco mas de diez años que viven en un pequeño pueblo del interior de la isla de Tenerife, justo en ese periodo entre la infancia y la adolescencia. Una amistad de amor odio y de descubrimiento narrada con un lenguaje poético y un uso del lenguaje canario único y muy especial. Esta es una de esas novelas que te guste más o menos la sinopsis tienes que leer porque desde luego será recordado como un hito en la literatura española y ojalá que Abreu no sea escritora de un solo libro.

En el terreno de la no ficción, o de ese punto intermedio difícil de catalogar entre la autobiografía y la autoficción, ha sido un año bastante prolífico como va siendo habitual los últimos años. Jia Tolentino, redactora de 32 años del New Yorker, publicó a principios de año Falso Espejo (Temas de Hoy), un compendio de textos sobre la generación que creció con internet. En ellos aborda temas muy variados como política, televisión, precariedad laboral y feminismo entre otros, y su lucidez y amplia documentación hace que sea una lectura muy agradable y gratificante para entender el mundo actual y entendernos a nosotros mismos.

Otro de los fenómenos del año, que también reseñé aquí, es la novela autobiográfica de Vanessa Springora, editora francesa que relata la relación con tuvo con el conocido escritor francés Gabriel Matzneff cuando ella tenia 13 años y él 48. Ha sido un fenómeno mediático en Francia que ha abierto incluso causas judiciales contra Matzneff y que abre el debate sobre el poder y el abuso en las relaciones sentimentales aparentemente consentidas entre hombres adultos y mujeres menores. 

También ha sido un año en el que han aparecido muchos libros donde la migración tiene un peso importante, alimentados en parte por el movimiento Black Lives Matter y coincidiendo con el auge de la literatura africana y latinoamericana del que también se podría escribir mucho este año. 

Dos obras me han impactado especialmente. Por un lado En la tierra somos fugazmente grandiosos, Anagrama, escrita por Ocean Vuong, estadounidense de ascendencia vietnamita, que es esencialmente una extensa carta a su madre en la que con lenguaje muy expresivo habla de sus orígenes, su infancia, su familia y su precariedad. Una familia marcada por la guerra de Vietnam, con una abuela que aún tiene visiones de las explosiones y limitada por la diferencia de idioma. Vuong, cansado de no ser capaz de comunicarse en inglés fluidamente, estudió lengua y literatura inglesa, se convirtió en profesor y en el intérprete de su familia. Durante su obra, aparecen algunas referencias a sus inicios en la escritura y el descubrimiento de su homosexualidad y la poderosa influencia de su familia por la que destila mucha simpatía. 

La otra novela que personalmente me ha impresionado es Desencajada de Margaryta Yakovenko, editada por Caballo de Troya en uno de los últimos títulos editados por Luna Miguel y Antonio J. Rodriguez antes de que el sello joven de Penguin Random House pase a manos de Jonás Trueba. En ella, a través del personaje de Daria, vemos el proceso de emigración de la Ucrania postsoviética de los noventa de una niña de 7 años. A través de un juego de saltos en el tiempo, vemos cómo la joven Daria  y sus padres tienen problemas para ser aceptados y sentirse parte de la España del boom inmobiliario y de cómo esta consciencia de emigrada perdura a lo largo de los años. Yakovenko habla de emigración forzosa y todo lo que comporta, y de ese angustioso sentimiento de no sentirse parte de ningún lugar y de no obtener pleno reconocimiento ni como miembro de el país de acogida ni del país de origen. 

Por último quería nombrar un par de novelas de autoras muy notables que nos han sido traducidas por primera vez al español, algo que es muy buena noticia por la dificultad que arrastramos aún en España con las lecturas en inglés hacen que nos perdamos muchos autores destacables. Por un lado, la Japonesa Yuko Tsushima, editada por Impedimenta, con la obra Territorio de luz, una novela íntima y esperanzadora sobre la maternidad en soledad y la dificultad de tirar adelante de las mujeres solteras japonesas sin ser juzgadas, en una sociedad conservadora  y rígida como la japonesa, donde la apariencia es tan importante. Sigue la estela feminista de la también japonesa Sayaka Murata y su novela La dependienta que publicó Duomo en 2018 y que recientemente ha vuelto a ser publicada en inglés con éxito con una nueva novela, probablemente la tendremos pronto en castellano. 

La otra escritora es la británica Tessa Hadley que en su novela Lo que queda de luz habla de dependencia emocional, amor y el peso de los secretos a través de la historia común de cuatro artistas burgueses de mediana edad. Una novela muy completa que recuerda a la tradición americana de retratar la intimidad de las clases altas en la ficción y que personalmente me ha sorprendido por su capacidad de hablar sin tapujos del redescubrimiento del amor y la sexualidad en edades próximas a los cincuenta, algo que no  acostumbro a ver en la ficción literaria. 

2021 nos reserva algunas novedades esperadas como la nueva novela de la exitosa Maggie O’Farrel títulada Hamnet (Libros del asteroide) que verá la luz en España en febrero, que ha recibido muy buenas críticas y que en esta ocasión tendrá un trasfondo histórico alrededor de la figura de Shakespeare. Ya más cerca del verano, en mayo, se publicarán en inglés las nuevas novelas de Kazuo Ishiguro y Rachel Cusk, y es de esperar que no tarden mucho en ser traducidas (si sigue como hasta ahora, por Anagrama y Libros del Asteroide respectivamente) y seguro que muchas novedades estimulantes e inesperadas más. Buena entrada de año a todos. 

«Sí sé Rick»

«Sí sé Rick»

Conocimiento expropiado. Epistemología política en una democracia radical

Fernando Broncano

Akal

456 pps.

 

El último libro de Fernando Broncano, Conocimiento expropiado. Epistemología política en una democracia radical (2020) constituye un creativo y ambicioso compendio de epistemología política cuya virtud más sobresaliente quizá sea la de hacer de su estructura una sistemática y transparente síntesis de su orden de argumentación. Así, el libro queda estructurado en tres grandes partes: la primera sección, donde se establece una definición de conocimiento como agencia, según la cual el conocimiento es un logro que se realiza no por suerte sino por el ejercicio de las virtudes epistémicas del sujeto; la segunda en la que se analizan las injusticias epistémicas que frustran o sesgan el ejercicio de estas virtudes y la tercera y última en la que se hace un defensa decidida de la preeminencia epistémica de la democracia como modo de organización social.

 A pesar de que la definición del conocimiento que Broncano emplea en la primera sección ha nacido en los últimos años, el autor decide realizar una genealogía de la noción de conocimiento como proyecto de emancipación en la tradición filosófica de la modernidad, donde rastrea la idea del conocimiento como agencia en Descartes o Hegel. Esta primera parte, sin embargo, resulta ser la menos lograda del libro puesto que las exposiciones que Broncano realiza de Descartes, Schiller o Hegel, no consiguen conectar con la naturaleza necesariamente social del conocimiento desde la que se construyen los argumentos centrales del texto. Si bien es cierto que la propuesta de recuperar la idea moderna en virtud de la cual el conocimiento como agencia constituye un proyecto de emancipación se imbrica convincentemente con la defensa del conocimiento en una democracia radical, creo que la noción del conocimiento como un proceso social basado en la institución del testimonio es inconmensurable con las propuestas de la filosofía moderna y que, entre ambas épocas, se dan diferencias difíciles de salvar.

El paso de esta primera sección del libro a la segunda se realiza mediante un análisis de las determinaciones exteriores del conocimiento como ejercicio de las virtudes epistémicas del sujeto. Se muestran así las múltiples dependencias sociales que condicionan pero que también constituyen la capacidad individual de conocimiento del mundo. Estas dependencias son múltiples: semánticas, conceptuales, causales, epistémicas, técnicas…  Desde el audífono que una persona con pérdida de oído precisa para tener noticia auditiva del mundo que le rodea hasta las instrucciones que un operario ofrece sobre el funcionamiento de una máquina. El propósito de este capítulo que introduce la segunda sección del libro es compatibilizar la defensa del conocimiento como manifestación de la autonomía personal y la radical dependencia epistémica que lo constituye. En este proyecto de hacer compatible la autonomía con la dependencia epistémica la institución social del testimonio como relación social normativa, de la que se derivan un conjunto de normas y deberes, es fundamental. En este sentido, el origen del conocimiento deja de ser la experiencia directa de lo acontecido, o los hechos reducibles a contenidos observables, para convertirse en las palabras escuchadas de la boca de otra persona, que son revestidas de autoridad por cuanto otro las reconoce y acepta. Es precisamente en la medida en que el conocimiento constituye una empresa social cooperativa regulada por la institución del testimonio que existen fenómenos de distorsión epistémica que atentan contra el funcionamiento de la institución. En esos compases del libro parece bordearse la cuestión de si merecerían algún tipo de castigo determinados daños epistémicos o si debería de implantarse algún tipo de control para que estos no ocurrieran.

Son estos fenómenos los que, bajo el nombre de injusticias epistémicas, se analizan en la segunda sección del libro. Apunta Broncano que la estructura epistémica de una sociedad puede analizarse en dos niveles: uno epistémico o social, que refiere la función del conocimiento en la reproducción de la sociedad y otro normativo, que nos pemite enjuiciar cuándo se está produciendo una cierta distorsión epistémica o incluso una forma de injusticia propiamente epistémica. Habla Broncano de injusticias epistémicas no solamente por cuanto se ofrecen imágenes deformadas o viciadas de la realidad, sino porque la mentira daña la confianza en la institución del testimonio y atenta contra esta forma de construcción cooperativa del conocimiento. Resulta, en este contexto, especialmente significativa la reformulación que Broncano realiza del concepto de imaginario criticando las elaboraciones tradicionales que lo han considerado como exento de atributos epistémicos normativos por cuanto estaría más allá de la dicotomía de verdad/ficción o conocimiento /creencia, operando como una interfaz global en nuestra relación con el mundo. Sin embargo, en palabras del propio Broncano, es su “propiedad estructurante la que convierte a los imaginarios en la mediación cultural entre la posición social y la posición epistémicas y por ello en el mecanismo más poderoso de producción de injusticia epistémica” (Broncano 226).

En esta breve reseña no puedo dar cuenta de todas las propuestas interesantes del texto que, como señalaba, tiene el carácter expansivo de un compendio. La síntesis panorámica de los estudios de agnotología que Broncano ofrece en el último capítulo de la segunda sección es muy útil como introducción a esta corriente de estudio. La última de las secciones del texto constituye una defensa de la democracia radical como un modo de organización social cuya legitimidad no emana solamente de la mayor justicia de sus procedimientos de representación mayoritaria – a pesar de los múltiples y recurrentes errores a los que da lugar – sino que procede de su preeminencia epistémica frente a otros modos de organización epistocráticos. Apoyándose en el texto de Helen Landèmore, «Democratic Reason: Politics, Collective Intelligence, and the Rule of the Many», realiza Broncano una defensa de la democracia independiente de sus procedimientos, haciendo descansar su primacía en la eficiencia de las decisiones y soluciones tomadas según criterios democráticos. En este sentido, la agregación de las preferencias mayoritarias, la deliberación pública, la participación pública ciudadana y la asignación pública de autoridad epistémica constituirían todos ellas virtudes que sostienen la superioridad epistemológica de la democracia. Si el libro se iniciaba con una defensa de una concepción social del conocimiento, cuya institución reguladora es el testimonio y avanzaba a su segunda sección analizando las injusticias epistémicas que atentaban contra esta institución, minando la confianza que la fundamenta, se cierra con una defensa de la democracia como aquel modo de organización política que mejor protege  y mejor se sirve del conocimiento, articulando un espacio social que protegiera la institución del testimonio y que fundara sus decisiones en la cooperación cognitiva.

Donde el libro de Broncano resulta más potente e iluminador es en el análisis del carácter normativo de la institución del testimonio como fuente del conocimiento. De acuerdo con este análisis, la estructura de la institución del conocimiento se fundaría en el reconocimiento de la autoridad de la persona experta la cual a su vez se ve compelida a responder verdaderamente identificándose y responsabilizándose de la legitimidad que el otro le asigna. El carácter normativo de la institución hace que la persona experta goce del derecho a ser creída, así como la persona que hace la pregunta o busca el conocimiento tiene el derecho a la respuesta verdadera del experto. La rigurosidad y sistematicidad en la exposición de los argumentos no obstan para que Fernando Broncano consiga mostrar la relevancia social y política de esta reconsideración filosófica de la noción de conocimiento, conectándola con determinados problemas contemporáneas como los Panamá Papers o los conflictos sobre la redefinición de la noción de clase, aka, la supuesta trampa de la diversidad.  En definitiva, a pesar de las múltiples erratas que jalonan el texto, que, aunque no obstaculizan la comprensión en ocasiones llegan a introducir cierta ambigüedad, el libro constituye una inigualable contribución a la redefinición del concepto de conocimiento pero, también, un urgente alegato político en defensa (epistémica) de una democracia radical.

Filosofía y consuelo de la música: entrevista a Ramón Andrés

Filosofía y consuelo de la música: entrevista a Ramón Andrés

El pasado mes de septiembre llegó a las librerías Filosofía y consuelo de la música, de Ramón Andrés. Conversé con el autor a propósito de algunas de las inquietudes que me suscitó la lectura de su último trabajo:

Usted sabe lo que es interpretar como músico una partitura. En su último libro, y en otros trabajos anteriores, interpreta textos filosóficos consagrados a pensar la música. ¿Qué similitudes y qué diferencias destacaría a propósito de ambas prácticas exegéticas?

—El de la filosofía y el de la música son dos lenguajes que a menudo se trenzan, todavía hoy. Ambos tienen en común que abren un espacio en nosotros, me refiero al pensamiento que indaga y crea, a la necesidad de preguntar y hacerlo en otra dimensión del tiempo. Platón había intuido algo así, y en cierto modo, en tanto que lenguajes «escogidos», estuvo convencido de su capacidad para crear parámetros éticos, inalcanzables a través de otras ciencias u otras artes.

Las diferencias son ciertamente claras. Mientras que el lenguaje filosófico tiene un grado de abstracción determinado, en la música ese grado es mucho más amplio, por no decir ilimitado, y más desde que la electrónica y la informática han entrado en juego. Yo diría que la filosofía es el puente más sólido para mediar entre la palabra y el lenguaje comunes y la música. 

¿En qué se distingue para usted la teoría de la música con respecto a la filosofía de la música? En su obra argumenta que ha habido periodos históricos en los que la primera ha experimentado un gran desarrollo mientras que la segunda no ha dado ningún fruto relevante. ¿Considera que esta correlación entre teoría y filosofía es indicativa de la altura intelectual de una época?

—La teoría de la música y la filosofía de la música son dos terrenos muy definidos, muy acotados, por lo tanto yo no buscaría una distinción, dada la claridad de los términos. Es cierto que históricamente no han ido a la par, pero habría que decir que se han pasado el testigo en más de una ocasión, por así decir. Lo notable es que, a medida que han avanzado los siglos, el interés de la filosofía por la música ha aumentado. Son tantos los filósofos contemporáneos que han escrito y escriben sobre música que resulta muy significativo. Y eso se debe, seguramente, a que ambos lenguajes son los más libres y versátiles para formular cosas nuevas en nuestra mente. Con respecto a lo último que pregunta, por supuesto: el vínculo entre filosofía y música dice mucho de «la altura [e inquietud] intelectual de una época».

Si me permite la paráfrasis, ¿cuáles son, a su juicio, las utilidades y los inconvenientes de la historia de la filosofía de la música para el presente de la filosofía de la música?

—No veo inconvenientes, sino sólo utilidad. Siempre hay que pensar y escribir desde el conocimiento de lo anterior, de lo pasado, para generar con solvencia ideas nuevas. La filosofía contemporánea debe ser lo suficientemente hábil para no sentirse lastrada por lo ya dicho, y ser libre sabiendo que ella misma es, en el fondo, un fruto de la memoria.

La confección de Filosofía y consuelo de la música ha atravesado paisajes muy distintos: dibuja un amplio arco que comienza en Barcelona y concluye en el Valle de Baztán. ¿Qué sonidos, incluida la música, ha escuchado durante semejante travesía?¿Diría que éstos han afectado a la composición de su obra? De ser el caso, ¿cómo?

—Lamentablemente vivía en una ciudad que, en muchos aspectos, está yendo a la deriva. Cada vez más hostil al ciudadano, cada vez más ruidosa, invivible en muchos aspectos, incluso el económico. Los jóvenes tienen que abandonarla a causa del abuso de los alquileres. Hay mucha delincuencia, además. El paro la desborda. Todo esto crea un «ruido de fondo mental» que acaba aturdiendo. Con eso quiero decir que no sólo llegan a la mente unos sonidos físicos, reales, porque la ansiedad y la inquietud tienen también su música silenciosa y corrosiva para la mente. He regresado a los paisajes de mi infancia y adolescencia, y no deja de ser significativo que ahora esté trabajando un libro sobre Josquin Desprez, autor de una música transparente, de sonido muy puro, creadora de amplios espacios. Ahora oigo milanos y petirrojos, se oye el río desde mi casa, el viento corre distinto, los bosques suenan…

Usted testifica y piensa el vínculo entre filosofía y música desde la Antigüedad hasta la Ilustración, una periodización que justifica en la nota final de su libro. ¿Qué criterios ha seguido para incluir en su estudio a las figuras a partir de las cuales testifica y piensa dicho vínculo?

—Sencillamente he ido a buscar a los pensadores que en el pasado aportaron mayor contenido a la música y al hecho musical. He tenido que hacer una selección, a veces severa, ya que fueron muchos los que escribieron sobre lo que ahora nos concierne. Una de las dificultades ha sido el paso por la escolástica, de la que, en general, salieron ideas muy afines y por eso mismo difíciles de diferenciar. En un libro como el mío, que en el fondo es divulgativo, ahondar en un asunto como el mencionado llenaría de tedio al lector que sólo desea informarse sobre el tema que presenta una obra como la que se acaba de publicar.

La longitud de sus oraciones es notablemente desigual, y lo mismo sucede con la extensión de sus párrafos y del espaciado que constituye los intersticios entre éstos. Su discurso, por otra parte, incorpora puntualmente diversos tipos de imágenes, como fotografías, pinturas, dibujos o pentagramas. ¿Tiene algún significado para usted el contraste entre el desorden (si «desorden» es el término apropiado) que evidencian estos rasgos estilísticos y el impulso sistemático que implica su cometido de ofrecer una revisión cronológica, acotada y minuciosa del vínculo entre filosofía y música?

—Cada vez más procuro efectuar cambios rítmicos de lectura, generar pausas, combinar un párrafo extenso con unas líneas de carácter aforístico, por ejemplo. Lo vengo haciendo en los últimos libros, también en la poesía. El lector no es tan sacrificado, por así decir, como lo era antes, necesita estímulos constantes, algo casi imposible de conseguir en un libro que te está hablando de música y filosofía. Nos estamos volviendo cada vez más fragmentarios, tal como lo demuestra el arte. Así que este «desorden» es premeditado. No escribo para musicólogos, entre otras cosas porque yo no lo soy. Tan sólo soy un lector y un buscador, nada más.

Su libro también se encuentra intermitentemente veteado por una serie de apartados que rotula «Consuelo de la música». Si establecemos un paralelismo entre estos fragmentos y el lenguaje musical, acaso cabría hablar de silencios o cadencias. ¿Cómo ha decidido la ubicación de estos pasajes?

—Estos «consuelos» casi siempre están al final de un capítulo y están, casi en todos los casos, siguiendo una línea cronológica. Es un modo de mostrar al lector que en todo tiempo, aparte de lo estrictamente filosófico, ha habido cabida para el consuelo, ya se exprese en una miniatura de la Edad Media o en un cuadro del Barroco.

Filosofía y consuelo de la música incluye asimismo numerosas citas de poemas. Cuando éstos han sido creados en lenguas extranjeras, no siempre proporciona su versión original. ¿Este modo de proceder obedece a alguna razón en particular?

—Sí, quizá habría que haberlo mencionado en una nota. En general es así porque son traducciones mías. Me pareció un exceso de presencia mía, sinceramente.

Afirma que su estudio seguramente defraudará al especialista. ¿Le gustaría que no fuese así?¿Por qué?

—Lo acabo de comentar, más o menos. Seguramente el especialista en Boecio, en Hugo de San Víctor o en Marsilio Ficino, por poner unos casos, echará de menos una mayor profundidad y más extensión en el que es su campo de estudio. Esto es inviable en un libro que trata simplemente de informar y de abrir caminos, su cometido es otro. Piense que sobre Dante y la música se podrían escribir cientos de páginas, y esto en casi todos los casos.

A modo de coda: ¿qué filosofía de la música escrita en nuestro siglo o en las postrimerías del s. XX le interesa?

—Más que libros concretos son autores los que me han interesado. Dilthey, Bloch, Jankélévitch, Severino, Cacciari, Sloterdijk, entre muchos otros, como Zambrano, han escrito páginas de gran interés. Lo que no quería ―ni lo pretendía― era escribir, pongamos por caso, una obra que pudiera tener el sello de Adorno, que, a juicio de algunos, es un tanto «gris» y difícil de leer para quien no está muy versado en la materia. No es una crítica, en absoluto. Pero hoy las obras tienen otro tipo de lector, y eso no significa que la profundidad sea inferior. La mirada es distinta. Tenemos otra manera de leer, de escuchar música, de contemplar un cuadro o una instalación, una película.

 

 

Para los periodistas de siempre

Para los periodistas de siempre

Este texto es resultado de un consenso. Tampoco yo estoy a favor de la ética de los resultados, como dice Martín Caparrós en el libro dialogado que es El viejo periodismo (2020), editado por la Revista 5W. De lo contrario no estaría escribiendo estas palabras, tomándome con relativa importancia la tarea no siempre sencilla de ordenar las ideas, para luego volcarlas de la forma más legible y atractiva posible.

Aquí, sin quererlo, ya aludí al estilo, a la labor del escritor – o escribidor, como dice Agus Morales, el otro protagonista de la conversación–, y además utilizando la primera persona del singular, tan temida por unos y tan auspiciada por otros en el mundo del periodismo.

Y es que esta colección de diálogos celebra su quinto aniversario en un 2020 en el que como sociedad caminamos al borde del abismo; un año en el que no hace falta viajar hasta el fin del mundo para toparse con suicidas, y en el que una lectura consigue paliar tantos y tantos abrazos prohibidos. 

Para quienes no conozcan la revista, ésta se estructura en base a los 5 principios fundamentales del reporterismo, las 5W: Who, what, when, where, why [Quién, qué, cuándo, dónde, por qué]. También bajo esta premisa se articulan sus libros-diálogo que consiguen reunir a dos personajes afines y expertos en algún tema concreto, durante varios días, en una misma habitación de hotel, con el objetivo de compartir experiencias, opiniones y de teorizar acerca de, por ejemplo, qué carajo pasa con el oficio periodístico.

El libro ‘El viejo periodismo’, editado por Revista 5W

Who

Caparrós presenta a Morales. Morales presenta a Caparrós. Se nota que se conocen bien, se aprecian, se respetan.

El primero recuerda su libro Larga distancia (1992), aquellas crónicas de sus viajes por algunos de los países que conformaban la Latinoamérica de entonces y, primero se indigna al pensar que, quizás, le habían robado su título para una revista, pero luego recapacita, y se cerciora que aquello es una especie de homenaje a posteriori.

El segundo aprovecha la figura del escritor argentino para reivindicar que la literatura y el periodismo son una “carrera de fondo” en la que el esfuerzo es el motor principal. También deja al descubierto sus ínfulas de éxito cuando confiesa que ojalá Caparrós ganase el Nobel de Literatura en un futuro y así poder reeditar su libro No somos refugiados (Círculo de tiza, 2017), del que Caparros, a su vez, dice: “No somos refugiados trata con solvencia, sensibilidad, inteligencia, uno de los dos o tres grandes temas –intratables– de estos tiempos: las migraciones, sus historias, sus razones y sinrazones y desastres, sus hallazgos”.

La verdad es que se merece el Nobel y Morales una reedición con su prólogo de altura.

What

En esta sección Caparrós nos describe qué es el periodismo Gillette, por qué lo detesta y le aburre tanto. Según el escritor, lo que este tipo de periodismo persigue, y muchas veces consigue, es “mejorar un poquito los errores y excesos del sistema para que el sistema pueda seguir funcionando”. Una lección – de honestidad, de lucidez – que no amedrenta a Morales, más joven y, en apariencia, menos abatido.

Él, Morales, le replica aludiendo a la reputación del periodismo anglosajón, que tuvo “mucha influencia en mi forma de pensar”. Las discrepancias cesan cuando sale a colación el término, en palabras de Caparrós, de fuck-checking, esa fiebre por la comprobación exhaustiva y milimétrica de la información publicada. ¿No estaremos volviendo todos un poco locos con tanta verificación? Si el periodista investiga, el editor revisa y el medio responde por su equipo, ¿por qué tanto embrollo? ¿O es que acaso ya no existe equipo de periodistas, editores con solvencia, medios que respondan? Silencio. 

También a lo largo de estas páginas se habla sobre el “clima de excelencia técnica bajísima” en el que vivimos; sobre las formas diversas de hacer periodismo, que no deja de ser siempre, una y otra vez, resultado de una misma premisa: “averiguar, pensar y contar”; sobre el (sin)sentido de la pandemia de coronavirus en nuestras vidas, también en la de aquellos que ya no están; y, sobre todo, se reflexiona en torno a la figura de un hipotético lector o lectora, la “inmensa minoría” como la llamaba Juan Ramón Jiménez, referente para Morales. 

“El error contemporáneo, en muchos casos, es pretender que el consumo de periodismo sí sea masivo. Entonces, para conseguirlo, se desvirtúa todo lo demás”, sentencia Caparrós. Los modelos de negocio, a examen.

El periodismo Gillette intenta mejorar un «poquito los errores y excesos del sistema para que el sistema pueda seguir funcionando», argumenta Caparrós.

When y Where

Buenos Aires, Madrid, París, Pakistán… Son muchas las ciudades y los países que conforman el mapa vivencial de ambos periodistas. Pero, quizás, de todos ellos, sea el continente africano el que más les une. Caparrós ha retratado el hambre y la miseria de sus gentes; Morales, las enfermedades contagiosas y otra gran epidemia, la del Ebola.

En estos dos capítulos abordan la no menos controvertida labor de la acción humanitaria. “El cinismo a veces nos devora. Yo creo en el valor absoluto de la vida: si no salvas a esa gente, va a morir. No hay vuelta atrás. Y por eso creo en el modelo de emergencias”, argumenta Morales. Por su parte, Caparrós cree que la responsabilidad, pero sobre todo la solución, va más allá de la actuación de las ONG sobre el terreno. Saben de lo que hablan pues ambos han trabajado de la mano de Médicos Sin Fronteras (MSF) por medio planeta y han sobrevivido a la “pornografía de la miseria”.  

Tanto Caparrós como Morales coinciden en que el mundo comenzó a resquebrajarse a partir del 11-S, bajo la atenta y conspiranoica mirada de Occidente, que vive siempre con el anhelo del protagonizar los logros y desastres de la humanidad, y que se agravó con la muerte de Bin Laden y la desestabilización de la región de Oriente Medio y Norte de África. Vivimos continuamente en “mundos en ebullición”, recordando a otro argentino venerado, Jorge Luis Borges.

Why

Para los seguidores de Caparrós, reconforta leer su opinión acerca de la posición de la crónica como género periodístico: “[en una situación] marginal en el sentido de que no se convierta en una formula consagrada. Que esté siempre mirándose desde fuera, extrañada, criticándose, recreándose. Que, más allá de su capacidad de comunicación, sea además un objeto estético que merezca la pena”. Pero, sin caer, como más adelante advierte, en un tipo de “estetización inane” de las que no pueden escapar ciertas crónicas.

“El cinismo a veces nos devora. Yo creo en el valor absoluto de la vida: si no salvas a esa gente, va a morir. No hay vuelta atrás. Y por eso creo en el modelo de emergencias», asegura Morales.

Como decía al principio, este es un libro-diálogo que habla del oficio periodístico, por eso en él abundan las referencias y agradecimientos a quienes ejercieron de maestros, aun sin saberlo, de entre quienes destaca el poeta Juan Gelman. Quizás a esta reseña le falta visión crítica y le sobra adulación, pero, a fin de cuentas, en ningún momento prometí lo contrario.

 

 

 

¿Dónde están aquellos maravillosos griegos? Que yo los vea

¿Dónde están aquellos maravillosos griegos? Que yo los vea

Título: Dioses contra microbios. Los griegos y la Covid-19

Autor: Alejandro Gándara

Editorial Ariel (2020)

221 páginas

 

El último libro de Alejandro Gándara que publica la editorial Ariel pretende ser una actualización de la filosofía antigua a la situación de crisis desatada por la pandemia de coronavirus. Mediante un juego metafórico con la noción de contagio, el autor postula que no solo vivimos en una pandemia porque el virus se transmita comunitariamente, sino que estamos también contagiados de modelos de pensamiento dominantes enfermos e incapaces para sobrevivir a una crisis. La filosofía antigua constituye aquel bastión al que el autor retorna y desde el cual resiste las embestidas del pensamiento dominante.

En una mezcla libérrima de autobiografía, ensayo y diario, el autor desgrana sus ocurrencias sobre la metamorfosis que está experimentando una sociedad -en el tiempo de la redacción del texto, todavía confinada- por la emergencia de un nuevo virus. El género en el que se podría inscribir el texto de Alejandro Gándara es aquel en el que Marco Aurelio escribió sus Meditaciones, los hypomnemata, un conjunto de reflexiones que uno escribe para sí mismo, como un recordatorio, una clarificación o una actualización de verdades que se ponen en práctica ante nuevas situaciones vitales. Los hypomnemata son, por tanto, soportes escritos de recuerdos que condensan máximas de actuación y a los que se retorna en situaciones vitales novedosas o especialmente traumáticas.

En la antigüedad clásica los hypomnemata podían ser también enviados como cartas, transcendiendo así su carácter privado para que las máximas y reflexiones allí contenidas se reactivaran al ponerse a disposición de otro. El riesgo que aquí se corre es el del anacronismo por cuanto dicha correspondencia se realizaba entre familiares o miembros de una misma escuela de pensamiento que compartían un conjunto de presuposiciones, no solo morales sino también cósmicas, sobre el mundo. El contexto actual, tanto el del mercado del libro como el de las presuposiciones morales sobre el mundo, no es el mismo y lo que en la antigüedad clásica era una forma de cuidado de sí y de los otros puede ser leído, en la situación presente, como el intento de reanimación de aquel mundo que ya fue, como una carta sin destinatario.

El primero de los capítulos titulado «Metamorfosis, zona cero» creo que es uno de los más logrados del libro en tanto que es aquel que consigue exponer algunas de las problemáticas surgidas a raíz de la pandemia desde la perspectiva de la cosmovisión griega clásica sin caer en una enojada añoranza de la sociedad que aquella cosmovisión tramaba. La emergencia de un virus zoonótico que ha transformado radicalmente el orden mundial y que ha propiciado la muerte de miles de personas se presenta en el tapiz de la concepción griega clásica sobre los dioses como personificaciones metamórficas de las fuerzas prepotentes de la naturaleza. Así, si, por una parte, la mitología clásica servía como un procedimiento de ordenación simbólica de las amenazantes fuerzas de la naturaleza, también constituía una afirmación de su inasible carácter metamórfico. El autor, retomando una de las máximas más recurrentes de la Estoa, nos invitaba a aceptar la naturaleza metamórfica de la naturaleza condensada en esta máxima de las Meditaciones de Marco Aurelio: El tiempo es un río y una corriente impetuosa de acontecimientos. Apenas se deja ver cada cosa, es arrastrada; se presenta otra, y esta también va a ser arrastrada.

 Si algo ha revelado la pandemia de coronavirus es el límite de nuestros conocimientos, lo que, a su vez, ha puesto de manifiesto la impotencia humana para anticipar, controlar y domesticar los fenómenos de la naturaleza. La magnitud del acontecimiento, sin embargo, no trae consigo una justificación de su acaecimiento y es precisamente su carácter neutral y absolutamente indiferente para con las empresas y los empeños humanos el acicate de racionalizaciones teológicas; véase, por ejemplo, aquella que recurre al tropo de la venganza de la naturaleza para, en un antropomorfismo mitológico, interpretar moralmente la aparición de este virus como una reacción airada y violenta de la madre tierra contra la especie que más populosamente la puebla. Considérese aquella otra que postula la existencia de un gran secreto geopolítico para señalar, como responsables de la creación y expansión del virus, a una élite que, clandestinamente, planificaría el destino de las sociedades occidentales.

A esta necesidad de dar una explicación simbólica de la pandemia trata de responder el segundo capítulo del texto «Las palabras y los virus» postulando, creo yo, una dicotomía artificiosa y manida entre los números y las letras: la fría y dominadora cuantificación del mundo se opondría a su delicada y sensible simbolización lingüística. La dicotomía está transida de una melancólica añoranza por un mundo anterior a los descubrimientos de la ciencia natural moderna que consideraban el mundo como un libro de geometría. Compartiendo aquel diagnóstico según el cual la pandemia de coronavirus requiere de formas de justificación simbólica que la doten de sentido y aceptando, incluso, que la imaginación narrativa puede jugar un papel fundamental en dicho trabajo de simbolización, tanto para explicar como para orientar la acción, no me parece que dicha defensa de las formas de imaginación simbólica, de la palabra, en los términos de Gándara, tenga que estar reñida con el conocimiento científico del mundo.

Todo el capítulo segundo del libro constituye una crítica del acercamiento cuantitativo a los efectos y consecuencias de la pandemia y recuerda lejanamente a las críticas de Heidegger al espíritu de la técnica y el olvido del ser. La tesis general del capítulo es la oposición entre la cuantificación del mundo como un procedimiento de control y dominio político, presente en la multiplicidad de estadísticas sobre contagios, muertos, aumento del paro, ocupación hospitalaria, número de PCRs realizadas, etc. Y la comprensión griega clásica según la cual «el universo, la naturaleza, llevaba en sí el número» (112). Desde esta perspectiva, la razón cuantitativa y numérica no vendría sino a opacar las formas simbólicas, sensibles y delicadas, en la representación de la pandemia, imponiendo una ideología de la administración burocrática que «fagocita el nombre. Un nombre metido en un número vuelve transparente a la persona, pero no se trata de sentimientos ni de la guerra ingenua y romántica contra la cifra. Es que la persona, en un medio donde el nombre es sustituido o desvalorizado, se va sintiendo número» (122)

Si bien es cierto que la pandemia ha puesto de manifiesto la magnitud de nuestro desconocimiento y ha desatado un ansia de justificación simbólica que dé sentido a su emergencia azarosa, no creo que estos procedimientos de imaginación simbólica estén siendo opacados o defenestrados por la fuerza matematizadora que, en su avasallador dominio, desustancia al ser humano. La oposición resulta manida y artificiosa y adolece de una nostalgia por aquel tiempo primitivo de la oralidad salvaje donde el número estaba al servicio de la articulación rítmica de los versos y servía para fortalecer la memorización de los contenidos en ellos transmitidos y movilizaba todo el sensorio corporal en una fiesta colectiva donde se tramaba el sentido de la comunidad. Uno de los epígrafes del segundo capítulo se titulada Cuando el número era el ritmo. Las distintas ciencias puestas al servicio del conocimiento y el control de la pandemia no creo que sean una forma de olvido del ser sino, más bien, un modo de autoafirmación humana que ejerce una resistencia frente al poder arbitrario de la naturaleza. La oposición que vehicula este capítulo creo que adolece de los vicios que lastran el desarrollo de los siguientes: la nostalgia por las sociedades integradas de la Antigüedad clásica y la cosmovisión que aseguraba dicha integración se postulan como ideales para nuestro mundo sin que se tenga en cuenta todo lo que, desde entonces, hemos perdido, pero sin valorar pertinentemente aquello que hemos logrado.

                 

El consentimiento, límites y monstruos del amor.

El consentimiento, límites y monstruos del amor.

Desde niño, siempre he intentado observar y analizar al género masculino. Nació como una incipiente curiosidad infantil por mis referentes adultos y terminó por convertirse en una forma de tratar de entenderme a mi mismo. Desgraciadamente, creo que es mucho más fácil encontrar patrones de conducta entre hombres que entre mujeres, somos generalmente más simples. Es por eso por lo que pronto me aburrí de mi propio colectivo aunque no por eso dejé de fijarme en él, siempre temeroso de reproducir sus características más nocivas, lugares en los que no he podido evitar encontrarme muchas veces.

Para mí, El consentimiento de Vanessa Springora, pese a ser una novela autobiográfica donde la propia Springora es la clara protagonista y en la que su propio testimonio tiene mucho peso y trascendencia, es en esencia una novela sobre los peligros más grandes de la masculinidad que todos los hombres tenemos incrustados a través de la herencia social.

Los hombres solemos ser caprichosos y obsesivos, y solemos llevar estas obsesiones hasta extremos totalmente descabellados e infantiles. Nos creemos capaces de llegar al éxito económico a través de absurdas ideas de negocios irrealizables, creemos que todos, sobre todo las mujeres, están a cargo de nuestros cuidados y creemos que la posesión de la belleza y el placer propio están por encima de todo lo demás.

Leonardo DiCaprio es el claro ejemplo de un sistema masculino que rechaza la madurez femenina, todas sus parejas son menores de veinticinco años, por mucho que él envejezca, su edad límite para las relaciones siempre es veinticinco como refleja este gráfico. A su vez, esta inmadurez permanente, habitual en los hombres, es potenciada por la sociedad y unos referentes maternos que por su propia herencia tienden a sobreproteger. Es por ello por lo que a menudo somos más egocéntricos y aprendemos a cuidar de los demás más tarde, y es probable que por eso no resultemos atractivos a mujeres de nuestra edad. Me imagino hace tres años, con la edad que tiene actualmente mi pareja y me veo incapaz de tener mucha de la madurez que tiene ella.

Son comunes entonces parejas con diferencia de edad y en las que el hombre siempre es mayor. Las vemos a menudo en nuestro entorno y hay algunas que incluso se vuelven mediáticas, pero la situación es especialmente grave cuando estamos hablando de hombres plenamente adultos con menores de edad, menores incluso de la edad legal para mantener relaciones. Es entonces cuando esto adquiere un carácter totalmente perverso, casi patológico.

Vanessa tenía trece años cuando conoció a Gabriel Matzneff y catorce cuando empezó a tener relaciones sexuales con él, Gabriel tenía cuarenta y ocho. Como el nombre del libro indica, esta relación fue consentida y duró dos años, pero el texto gira precisamente entorno a si el consentimiento a estas edades es suficiente y nos muestra de manera muy cruda lo reprochable que fue que su entorno cercano, su familia y sus amigos, apenas advirtiera a la joven Vanessa que aquella relación desigual podría llegar a destrozarle la vida.

Gabriel Matzneff, que hoy tiene ochenta y cuatro años, era por aquel entonces un escritor bastante respetado que no se escondía de reflejar en sus libros sus habituales relaciones con menores y que fue el claro beneficiado de un contexto histórico permisivo con ese tipo de relaciones.

En los años setenta se escribieron varias cartas que se publicaron en conocidos diarios franceses firmadas por intelectuales de prestigio donde se pedía la despenalización de las relaciones de adultos con menores (y cuando hablo de menores, me refiero a menores de 15). Entre ellos firmaron intelectuales de izquierdas de la talla de Jean Paul Sartre, Guilles Deleuze, Louis Althusser, Jacques Derrida e incluso Simone de Beauvoir. Solo algunos pocos como Michel Foucault y Marguerite Duras se negaron a firmarla.

Cuenta Springora que no fue hasta años más tarde que se descubrió que esas cartas estaban escritas por Matzneff. El progresismo de la época desatendía los derechos de los adolescentes bajo una supuesta necesidad de libertad sexual y de rechazo a la represión. No deja de ser paradójico que el rey de la denuncia a la represión sexual, Foucault, se negara a firmar dicha carta.

Por supuesto, la mejor manera de entender lo traumática que puede ser una experiencia así, y el motivo por el que el libro de Springora se ha convertido en un fenómeno mediático en Francia, es el testimonio de la víctima, en este caso la propia autora.

Vanessa Springora vivía únicamente con su madre cuando conoció a Matzneff. Lo poco que oímos de su padre en el relato es que con frecuencia era violento con su mujer y hacía poco o nulo caso a su hija. Su madre se separó de él y a partir de entonces se convirtió en un padre ausente al que apenas vio durante años. La influencia de su madre, editora, le hizo apasionarse por los libros muy temprano. Cuando conoció a Matzneff se quedó atrapada a él porque conocerle fue encontrar el referente masculino amable que nunca tuvo. Con él compartía la pasión por los libros y se sintió valorada y amada por primera vez. La novela es también una reflexión acerca de la doble vara de medir que existe aún y que es especialmente significativa en Francia con los intelectuales y los artistas. A un artista se le perdona todo, el testimonio de Emil Cioran hacia el final del libro es desgarrador: «G. es un artista […] Usted lo ama y debe aceptar su personalidad. G. nunca cambiará». La vida del artista es entendida como extraordinaria y a menudo no se rige por la moralidad.

Poco a poco Springora descubre que Matzneff no tiene relaciones con mayores de edad y que es incapaz de tener una relación exclusiva. Su obsesión con el sexo con menores es absolutamente desmesurada. Aunque Matzneff se siente un adolescente permanente, sin duda no por ello deja de ser consciente de su posición de poder y de su experiencia y manipula a sus víctimas sin contemplaciones para que crean que lo que están viviendo es una excepcional e incontrolable historia de amor.

Por el camino, Springora descubre que todo aquel amor que tanto ansiaba y creía haber encontrado no era más que una constante demanda de sexo, mentiras continuas para ocultar traiciones y abandonos, y una nula preocupación por sus sentimientos e inquietudes. Ese duro descubrimiento llevará a Springora a la total falta de autoestima y de ilusión por la vida, al aislamiento de la mayoría de sus conocidos (incluso de su madre), a sentirse cómplice de un maníaco delincuente y a la total incapacidad de volver a confiar en nadie durante años.

Es un relato que por momentos se vuelve muy duro de leer y aunque al principio me generó mucho interés (me leí más de la mitad en un día cuando no suelo ser un lector tan voraz) necesité parar de leerlo unas horas porque sentía que me estaba afectando personalmente, que apelaba a la magnificación de un conjunto de actitudes que no me resultan tan ajenas como me gustaría. La complicidad, plasmada en el libro, de algunos hombres que admiran a Matzneff, que sueñan con hacer lo mismo que él y que no dudan en hacérselo saber a ella es repugnante.

Sin duda, en el relato vemos plasmado lo peor de la masculinidad que a menudo tiene mucho de inseguridad y necesidad de ser el centro de atención, sentimientos que rápido se convierten en violencia. Matzneff es un hombre que no se conforma con conseguir el amor incondicional de una niña a quien en realidad no ama ni con ser el filtro absoluto por el que ella descubre la sexualidad. Busca anular su poder de decisión y sus ambiciones, convertirla prácticamente en un juguete y cuando la pierde no respeta su derecho a la intimidad por simple vanidad y orgullo, y la convierte en la protagonista de muchos de sus libros, llevándola al foco mediático una y otra vez, tergiversándola. Springora, cansada de sentirse perseguida por esa historia que preferiría haber no vivido y de que le negaran durante años el derecho a pasar página, decidió escribirla.